Te enseñaré el fervor


Volver a la escuela del don

 

LA CULTURA DEL DON

 

“Tanto, tanto, tanto…amó Dios al mundo!” (Jn 3,16)

Aún no se puede predecir cuál será el desarrollo de esta cultura del consumo, del intercambio comercial, del “te doy para que me des”, en todas las dimensiones de la vida, pero nos podemos preguntar si no llegaremos a un punto de saturación que dará lugar al nacimiento de un ser humano del don, la sobriedad, la sencillez... Es decir: al despliegue de la cultura de la gratuidad, de la cultura del don.

De lo que se trata es de entrar en una nueva dimensión frente a los objetos de deseo. La cultura del consumo nos encierra en satisfacer las necesidades y del modo más recortado y empobrecido. La cultura del don nos abre a un verdadero “potlach,” (es decir: a un dar desmesurado), un intercambio gratuito de dones que fluye entre personas libres y que se alimenta de la riqueza compartida. La felicidad específicamente humana brota del descubrimiento de que el otro es atraído y se siente feliz en este intercambio de dones.

Por eso, a las consagradas y consagrados de hoy nos queda reafirmar la confianza en la verdad de nuestro corazón. No hay ningún espacio fuera de nosotros adonde debamos buscar la felicidad, adonde debamos peregrinar para adorar. Nuestro Dios es un Dios que mora en lo escondido. Un Dios que nos llama a explorar otras dimensiones más íntimas y profundas de la felicidad.

Aunque para ello tendremos que recuperar dos experiencias evangélicas fundamentales: el sentido del don y el milagro de vivir abiertos a los demás. Nuestro corazón no nos engaña cuando sentimos que somos los benditos de Dios. Que estamos arraigados en un amor primero: más allá de todo cuanto podamos pensar o desear. Somos los amados de Dios, el deseo de su corazón, su objeto de complacencia. Nos lo demuestra en Jesús, el Amado de su corazón, que se acerca a nosotros y se solidariza con nuestro vivir, amar, desear.

Pero también otra experiencia fundamental: que nuestra felicidad es fruto de nuestra comunión con los demás. Que podemos ser más felices, cuanto ellos sean menos desgraciados. Que nuestra felicidad es una realidad que se fragiliza cuando nos centramos en nosotros mismos, y se fortalece cuando salimos de nuestra clausura, por la fuerza del amor,  y nos proyectamos hacia afuera, en una asimetría de afectos y corazón.

En esta cultura nuestra las consagradas y consagrados también podemos recibir el don y dejarnos ser, como criaturas felices, en manos de Aquel que siempre ha soñado con nosotros como sus benditos, elegidos, amados con ternura. Esta es la verdadera meta de nuestra vida consagrada que nos debe ir conduciendo a veces por las sendas de la rebeldía, pero también por los caminos del despojo. Caminar en humildad, aprender la música callada de los sentidos y el compromiso oculto de los que nada tienen, pero esperan siempre la mano sanadora que les pueda despertar el corazón. Allí donde reside la verdadera Vida.

¿Cómo mostrar en nuestra consagración la salvación de Dios?

La coherencia de nuestras vidas con la salvación de Dios se muestra en nuestras propias convicciones como personas consagradas. En la búsqueda de una vida menos injusta y más digna para todos. Porque afirmar que la humanidad tiene remedio (es redimible!) nos tiene que llevar a dilucidar cómo podemos mostrar la salvación de Dios. Es decir: de lo que se trata es de preguntarnos por el camino de la adecuación del Amor en nuestras vidas.

Cuando nos aprestamos a contemplar el derroche del Amor de Dios lo que nos brota del corazón es: "¡No había para tanto!" El modo como los creyentes mostramos la salvación que se nos regala responde a una desmesura: "Tanto amo Dios al mundo que le entregó a su único Hijo...!" (Jn 3,16). Ese "tanto, tanto, tanto amor..." que es el modo de acercarse Dios a nosotros, haciéndose uno de nosotros, naturalizándose un hombre cualquiera,  ya de por sí es algo que espanta.

O es un escándalo o una locura. No caben términos medios. Dejar su condición y tomar la vida humana y además entregarla por un amor de amistad, para que llegáramos a comprender el límite inabarcable del Amor, es algo inconcebible. Ese "mayor amor" es, a todas luces, excesivo. A unos y a otros nos desborda ese derroche del amor cristiano que se muestra de una manera tan impensable.

¿Coherencia o in-coherencia del don? Estamos tentados a pensar que se trata más bien de lo segundo. Pero no es así. Precisamente en ese amor "de loco" es donde se muestra mejor la coherencia del don. El don o es derroche o no es don. Era necesario superar la idea de intercambio de bienes, para acudir al desbordamiento del derroche por amor. Se trata de ganarnos el corazón sacándonos de los preceptos y llevándonos al régimen de lo gratuito, al régimen del exceso, de la gracia.

Lo que aún nos queda: redescubrir lo que se nos ha dado            

Redescubrir "lo dado", no lo conquistado, es el único remedio para pasar de una historia trágica y plural a una historia ética. No es suficiente con referirla a la universalidad, ni tampoco a la vida de las culturas, más aún, ni siquiera a la empobrecida razón de la posmodernidad.

No podemos dar cuenta de ese entrelazado de pasión y sufrimiento que son nuestras historias como consagradas y consagrados solamente desde la aspiración a una vida mejor. Porque el peligro es que de este modo justifiquemos el sufrimiento de las víctimas de la historia. Pensar en redimir la historia por el sacrificio de los inocentes (o del Inocente, que es lo mismo!) no nos puede dejar con la conciencia tranquila.

Acudir al sufrimiento de los pequeños para proclamar la redención de la historia siempre es una salida en falso. No hacen falta víctimas para que nadie pueda alcanzar la felicidad. No hay que pagar ningún precio por ello. Aunque tantas veces la propia historia de todos los días se empeñe en demostrarnos lo contrario.

Para reenfocar la historia, nuestra historia, nuestras historias pequeñas y fragmentarias, para darle un fondo sólido de sentido sólo tenemos una salida: redescubrir y reivindicar el don, lo gratuito, lo recibido. En realidad nos vemos en el brete de dar razón a lo que escapa a nuestra razón: que la vida nos desborda, que la recibimos y no la podemos merecer nunca, que sólo podemos entregar lo que nos ha sido previamente entregado.

¿Cómo hacernos nosotros transparencia del don?      

Sin percibir el Don del amor, ¿cómo podemos decir que escuchamos a Dios, si Él mismo es amor, tal y como ha sido definido por nuestra tradición? No hay posibilidad alguna de escuchar a Dios sin escuchar al Otro, sin abrir el núcleo de lo que somos a la alteridad, al descentramiento esencial de quien se siente arrebatado por el amor en cualquiera de sus  rostros.

            La Palabra nos hace conscientes del don recibido inmerecidamente (“Como no tenía con qué pagarle…”) pero la fe es aceptación confiada de la Palabra. Palabra “de otro” (en eso precisamente consiste el don!) que nos abre a la alteridad y nos anuncia la maravilla: no somos el único centro del mundo. Lo somos, desde nuestra limitada percepción de criaturas, pero sabemos, porque también los percibimos en el amor, que hay “otros” que nos permiten comulgar con ellos, hacer la increíble experiencia del éxodo de nosotros mismos.

            La gracia del don se activa por la Palabra, pero entonces se hace reconocimiento de lo que ya había sido dado, de lo que ya gustábamos sin conocerlo. Ése es el misterio y su grandeza: la Palabra nos despierta al don solamente presentido, al reconocimiento de lo que éramos: amados inmensamente por el Amor más grande.

            La Palabra que escuchamos nos lleva de asombro en asombro, de pecado en perdón, de exigencia en gratuidad, de méritos en gracia, de incapacidad en regalo, de renuncia en visión. Porque sin que sepamos por qué nos sabemos “enamorados” de Dios (aunque ése no sea el nombre en el que mejor nos reconocemos!) y lo vivimos en una asimetría grande, en el desconocimiento no total pero sí enorme, del misterio de amor en el que nos descubrimos.

            ¿Y cómo se puede invertir el proceso del conocer previo al amar posterior? ¿No es lo más lógico que el conocimiento preceda al amor y que una vez conocido nos aficionemos y nos dejemos arrebatar el corazón? ¿De dónde, pues, ese amar lo que no conocemos, lo que no hemos visto ni tocado ni oído nunca, si no es de la conciencia del don, del regalo? ¿Y qué es amar sino participar de ese dinamismo que no podemos ni originar ni controlar, sino simplemente aceptar como don, ese lugar propio en donde se produce la curación y la herida, la búsqueda y el hallazgo, la tensión y el reposo?

            La Palabra es la que nos pone en el filo de ese mismo misterio arcano y creador, del Don de ese Amor fontal que no sabemos de dónde nos ha brotado, porque podemos constatar su presencia, pero no su origen, porque lo sabemos nuestro sin que nos pertenezca, porque lo sentimos brotar en nosotros pero no podemos apropiarnos de él, sino rendirnos a su presencia y sabernos simplemente sus servidores.

No hay otro camino: volver a la escuela del don!

Deberemos volver a la escuela del Don, a ver las cosas como regaladas, a contemplarlas desde el reconocimiento de lo bueno, es decir: como se nos mostrarían desde el punto de vista de su "remedio", de su redención. Lo humano se puede salvar, tiene remedio. Todo lo humano se salvará, pero no está sólo en nuestras manos alcanzarlo.

Hay un punto en la misma historia desde el que dimana luz para toda ella: la historia humana visitada por el Amor, la historia concreta de Quien se despojó de su rango y asumió la condición humana únicamente por la fuerza de un amor mayor. Dios, todo Dios, estuvo en la persona y en la historia entregada del hombre Jesús salvando y redimiendo. La historia humana no tiene remedio sin la respuesta libre y responsable del ser humano, pero tampoco sin la acción transformadora del don del Espíritu de Dios.

Para volver a la escuela del don, para aprender a transparentarlo, es necesario que volvamos a descubrir la confluencia de los regalos recibidos de Dios y de los demás.  Ese Dios que habita y trabaja en nosotros y en toda la creación haciendo su obra de amor: renovando nuestro ser más íntimo y el más cotidiano. Rehaciendo las tramas vitales de nuestro querer en la propia vida y en las otras vidas: las de todos aquellos que se han entretejido con nosotros en un tapiz de mutualidad.

Todo el universo personal y social está ligado por vínculos muy delicados pero muy estrechos: lo recibido como herencia y lo adquirido como conquista personal. Todas las dimensiones de la existencia, desde los sentidos corporales, la interior sensibilidad, la forma como organizamos el conocer, la manera de alimentar el recuerdo, todo nos está invitando a una experiencia de recepción y de don.

Tanto la experiencia de lo que somos y tenemos como la de aquello de lo que carecemos y nos sabemos limitados,  tanto la vivencia de nuestras relaciones como la de la interioridad, están vividas en la doble dimensión de recibidas y de otorgadas. La confianza que prestamos a los demás es deudora del cariño que hemos recibido de ellos, el respeto por la veracidad de lo que decimos se corresponde con la autenticidad con la que hemos sido tratados. Y así en todas las dimensiones de nuestra vida.

Lo que nos falta a las consagradas y consagrados de hoy y de siempre es volver a comenzar de nuevo, a aprender del Amor en la escuela del don.