Te enseñaré el fervor


PARA UNA CULTURA DE LA EUCARISTÍA

10/03/2011 09:59

 


 

 “El mundo es para mí un sagrario” (Santa María Micaela). La frase tan conocida de Madre Sacramento nos está diciendo que en la espiritualidad de la Iglesia está la certeza de que se puede mirar al mundo de una manera más profunda que lo que nuestros ojos suelen percibir: contemplando cómo Dios habita, actúa y transforma esa misma realidad. La realidad más doliente de las mujeres prostituidas se le hizo transparente a Madre Sacramento de una manera contemplativa, adoratriz.

        Con esa mirada podemos descubrir en la Eucaristía a Dios, que actúa intensamente en nuestra realidad, ocultándose en el sufrimiento y humillación padecida, asumiéndolo y redimiéndolo. De este modo, contemplamos el mundo entero lleno de su Presencia, y este mismo mundo, en su más cruda realidad, se convierte en un sagrario, se abre para nosotros como un espacio de interioridad y de adoración en el que podemos ver a Dios que actúa, libera y salva.

 

Bucear en la historia íntima de la humanidad

 

 

Ciertamente, en nuestros días, haría falta hacerle un lugar a la historia íntima de nuestras vidas porque ellas son la escritura, tantas veces ignorada, de una historia oculta: la del amor de Dios que se derrama incesantemente sobre toda criatura. De este modo nos podríamos acercar a la historia de la devoción, en la que sólo el amor sería el protagonista de una narración de esta clase. El amor oculto, aquel que no se manifiesta en los anales de nuestra cultura, ni aparece en los titulares de los periódicos. Precisamente en esa historia íntima de la vida de los creyentes es donde nos deberíamos examinar, en primer lugar, qué concepción hemos ido teniendo los cristianos del amor de Dios a lo largo de los siglos.

        Nos deberíamos preguntar, quizá sobre todo, cómo y cuándo se ha vivido realmente; con qué manifestaciones y con qué resultados el amor de Dios ha sido fecundo en los movimientos eclesiales, e incluso en los cambios radicales de la sociedad a lo largo de los tiempos. Giuseppe Da Luca emprendió hace bastantes años esta fascinante tarea: una obra que ayudara a dar a luz la historia oculta del amor de Dios.

        Bucear en la historia íntima de la humanidad nos compromete, por encima de otras cosas, a describir una historia de la santidad, puesto que ella no ha sido otra cosa que amor de Dios en corazones humanos. Una historia no de los comportamientos, sino más bien de los principios que han regido a los cristianos en lo que concierne al amor, tanto al amor divino como también al amor humano.

        Quizá deberíamos recordar que, tanto en nuestra historia individual como en la historia eclesial puede ser importante  prestar atención a la calidad de nuestro amor. ¿Qué es lo que hemos hecho con la abundancia del amor de Dios en nuestras vidas y en nuestros corazones? ¿No sigue siendo la santidad el fondo insondable de la virtualidad de la vida de los hombres y mujeres entregados al Dios tres veces Santo?

        En la reflexión actual sobre los movimientos eclesiales podemos tener muchas ideas, pero no tener en cuenta al amor. Para dejar de lado las inútiles justificaciones y abordar esta historia íntima de la humanidad, deberíamos orientar nuestra investigación no única ni principalmente hacia la historia de las ideas, sino hacia la historia del amor.

        No es verdad afirmar que las ideas varían de un siglo a otro, mientras el amor se mantiene siempre el mismo. En cada época, en cada uno de los fieles cristianos, si se les estudia atentamente en esta perspectiva, encontramos signos abundantes del amor. Porque apenas somos algo más que el amor con el que amamos, y poco más que eso.

Las ideas, en cambio, suelen ser más parecidas a lo largo de las épocas. Porque, en realidad, las ideas son para los seres humanos lo que los vestidos al cuerpo. Pensamos como nos vestimos. Nos refugiamos en lo más exterior, en lo que hacemos, en los hábitos o en la apariencia externa. Y muchas veces nos ocultamos en lo que somos. Pero del mismo modo que uno no puede mentir sobre su cuerpo desnudo, tampoco puede uno mentir sobre su amor. El amor es nuestra casa corporal: es el lugar de abrigo, donde sentimos la pertenencia, nuestra guarida íntima.

        Toda la vida cristiana no es otra cosa sino la obra del amor del Espíritu de Dios en nuestros corazones. Y por ello los cristianos de hoy sentimos una indudable urgencia de examinar no sólo lo que pensamos o decimos, sino, sobre todo, aquello que amamos íntimamente. Esto es lo que somos, lo que amamos; es ahí donde Dios está.

        Sostengo que el estudio de esta historia íntima de la vida de los creyentes esclarecería mucho la de los movimientos religiosos y hasta la de nuestra actividad social, sanitaria o educativa. Es verdad que, cuando uno habla de amor en la vida cristiana, uno habla de la gracia y, por tanto del Espíritu Santo, y no hay historia posible en el Espíritu Santo. Pero el Espíritu desciende y hace su obra en nuestra vida, que, ciertamente, es bien visible. Somos signos vivos de esa obra espiritual.

        Nunca se podrá delimitar con precisión en un acto, incluso en una vida, la frontera entre la naturaleza y la gracia, entre el amor humano y el amor divino. Lo que no significa que la operación del amor de Dios no sea, por el hecho de ser real, también visible en el ser humano. Puede ser muy cómodo mantener que la acción de Dios en nosotros no se puede conocer. Pero ni es verdadero, ni es justo y, en fin de cuentas, no es ni siquiera cómodo, porque nos conduce a una vida interior cada vez más mentirosa.

 

La cultura eucarística: presencia, entrega y comunión

 

Encontrar la vida divina en la profundidad doliente de la humana realidad es una misión de esperanza que la Eucaristía nos confía. Lo que nos falta es comenzar de nuevo a vivir la Eucaristía como la escuela del don. En este libro es lo que pretendemos: acercarnos al misterio de la Eucaristía como “escuela del Don” en su triple vertiente: presencia, entrega, comunión. Para ver en ella la cuna de nuestra existencia y el hogar de nuestras aventuras.

En primer lugar, presencia que, más que abrirnos a Dios, que siempre está con nosotros, nos abre a esa misma Presencia en el pan y el vino, nos rompe la ceguera de la cerrazón egoísta y nos hace capaces de reconocer en el misterio su amorosa y empeñada cercanía.

        Pero también entrega, porque sólo de ese pan roto y esa sangre derramada adquirimos el privilegio de enriquecernos con unos lazos de entrega que son, en realidad, la única liberación que concebimos. Sólo porque participamos de una dinámica de total expropiación de sí mismo, puede el Verbo de Dios hacerse carne y sangre como la nuestra. Su entrega es lo que nos capacita para vivir la nuestra desde la misma fuerza de su donación total.

Comunión que, al fin, nos abre el corazón a los diferente, a los ausentes, a los que están lejos y a los que ya no están, a los que se han ido de nuestro lado y hemos llorado con desconsuelo. Comunión con el hogar misterioso de una humanidad que sufre y goza, pero que sobre todo está sola y busca un regazo donde abrigarse.

Lo que pretendemos es buscar entre esos signos creídos y celebrados la matriz para recuperar la “memoria peligrosa” de la vida, muerte y resurrección del Señor que ha prendido en nuestra vida. Sólo así nos atrevemos a una vida intensa: en comunión con los desheredados, en amor que duele, en abnegación como superación de lo meramente conveniente, confiando en el cuidado de su Corazón abierto y amoroso.

Queremos ser un signo de la implicación de Dios en lo profundo del corazón de nuestro mundo, también él desgarrado por tantos conflictos. Queremos ser signo de la seguridad confiada de su Presencia, de la misericordia y el perdón ofrecido tan generosamente. Porque, en realidad, no se puede comulgar sin haber muerto alguna vez. Y en la participación en la muerte del Señor experimentamos su camino de gloria y su vida abundante.

Los cristianos vivimos de un símbolo de unidad que nos atrae y nos polariza; que nos hace saber de una entrega ofrecida que nos vincula desde lo fragmentado y roto: el pan y la copa que compartimos y que nos une en una aspiración de unidad con todos y con todo. Para nosotros la Eucaristía es el signo del Hogar universal.

 

Don de presencia dinámica que nos hace suyos

 

La comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor nos enseña a los creyentes en Jesús el único camino para la inclusión, porque es lo único que nos capacita para recoger toda la historia del mundo, y convertir el pasado en un presente que ya tiende hacia el futuro de Dios. Toda la historia del mundo, que no es única sino múltiple, formada, como el pan y el vino, por muchas espigas particulares que se extienden, como un haz de relatos, por los montes del mundo. O como muchos granos de uva, exprimidos y fermentados en el arcano de la historia humana, que sabe de gozos, y también de sufrimientos.

Si queremos vivir de la Eucaristía deberemos volver a la escuela del Don, a ver las cosas como regaladas, a contemplarlas desde el reconocimiento de lo bueno. Hay un punto en la misma historia desde el que dimana luz para toda ella: la historia humana visitada por el Amor, la historia concreta de Quien se despojó de su rango y asumió la condición humana únicamente por la fuerza de un amor mayor. Dios, todo Dios, estuvo en la persona y en la historia entregada del hombre Jesús salvando y redimiendo. La historia humana no tiene remedio sin la respuesta libre y responsable del ser humano, pero tampoco sin la acción transformadora del don del Espíritu de Dios.

La Eucaristía es el gran Don del Señor a sus seguidores y a toda la Iglesia. Jesús se nos hace presente en el misterio eucarístico y la suya es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a Él, nos atrae con la fuerza de su amor haciéndonos salir de nosotros mismos para unirnos a Él, haciendo de nosotros su propiedad personal. Esta unión tan íntima con Él, en su cuerpo y sangre, en su misma vida entregada, es el Don primero y esencial de la Eucaristía. Pero quedaría ineficaz si no tuviéramos en nosotros su fuerza para abrirnos a los hermanos y hermanas y hacernos su propia casa, su propia familia.

Al hacernos una sola cosa con Él, Jesús, en su presencia real, nos hace a cada uno de nosotros su “casa” y todos juntos formamos su Iglesia, casa abierta para todos. Nosotros somos “piedras vivas” para ofrecer una casa de acogida y de aceptación de todos los hombres y mujeres en el Hijo amado. Sólo cuando hemos sido trabajados y pulidos por Él, nos convertimos en verdadera casa de Dios, cuando unidos en su presencia amorosa nos hacemos, por la caridad, un don para nuestros hermanos.

El Don de la Eucaristía consiste en hacer de muchas y muchos, uno. Consiste en trabarnos de una manera muy real a unos en otros, en hacernos participar de una misma realidad, de un organismo vivo que es su cuerpo: el símbolo del Hogar universal.

 

Don de entrega que nos hace servidores

 

La Eucaristía no es solamente un sacramento de la presencia del Señor, sino que también es un sacramento de su entrega. El don de su entrega, el amor de Cristo, es la energía espiritual que nos une: porque participamos de su mismo sacrificio y nos alimentamos del único Pan partido y compartido. No es posible entrar en comunión con el Señor si no estamos en comunión entre nosotros, porque divididos no podemos presentarnos ante Él.

El Don de la entrega, como ofrenda suprema del amor, es lo que hace fecunda nuestra vida. Como los esposos, de la entrega mutua surge la unión de vida y de amor. Solamente porque el Señor nos lo regala podemos llegar a vivirnos en comunión vital con todos en Él y desde Él.

Participar del misterio eucarístico es una constante invitación al amor y al servicio fraterno. Nos acercamos a él dispuestos a acoger el amor del Señor y a difundirlo, a recibir y conceder la diakonía del amor al hermano. Ya los profetas denunciaban con vigor la inutilidad del culto que no implique una disposición real en relación con el servicio del prójimo para su liberación. Quien participa en la eucaristía no puede quedar indiferente ante el que carece del pan cotidiano.

El servicio fraterno y sororal no es una obligación que nos imponemos, sino el Don que Cristo, el Seños, nos hace. Participamos así de su servicio constante y total: el de Quien quiso darnos ejemplo al final de su vida poniéndose a lavar los pies de sus discípulos.

 

Don de comunión que nos que nos llama a la unidad

 

La Eucaristía es una escuela del don de la caridad y la solidaridad. Los muchos granos de trigo forman el único pan, de manera que sin integrar a los diferentes en la mesa no podemos celebrar con verdad el banquete del Señor. La unión de los diferentes es lo que nos constituye en el único cuerpo que compartimos. Tomamos lo que somos: cuerpo de Cristo, pero también nos tenemos que convertir en lo que tomamos: cuerpo de Cristo formado por muchos y muchas diferentes.

La apertura al diferente es un especial Don del Señor. Nosotros alcanzamos a sentirnos cerca de los iguales, los que piensan y sienten como nosotros, los que consideramos “de los nuestros”, pero abrirnos a los diferentes y sentirnos con ellos una sola cosa, como el pan partido, como la copa de la que todos participamos es un verdadero regalo del Señor.

Cultivar la comunión es, ante todo, un don. Fruto del amor libre y gratuito de Dios, que es eficaz, está siempre presente en nuestra historia, más allá de cualquier circunstancia de nuestra vida que parezca contradecirlo. Cada celebración es un triunfo de Cristo sobre el pecado y sobre los criterios del mundo. Nos debemos abrir al perdón y a la reconciliación fraterna, dispuestos siempre a acoger lo herido de nuestros hermanos, también lo herido de nuestro propio corazón.

En un mundo roto de tantos y tan terribles modos, vivir la Eucaristía del Señor nos llama a un ejercicio cotidiano de reconciliación. Los que hemos experimentado la liberación íntima del Amor, sólo podemos partir el único Pan si nos abrimos de verdad a los demás, y perdonamos de corazón y con ternura, como verdaderos discípulos del Señor.

 

  

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