Te enseñaré el fervor


MYSTERIUM TREMENDUM ET FASCINANS

07/02/2012 12:34

 

MYSTERIUM TREMENDUM ET FASCINANS

(Miedo y experiencia religiosa)

Revista Crítica 2012

 

La relación del ser humano con la experiencia religiosa siempre ha sido un equilibrio inestable, conoce «el temor y el ardor» frente a lo numinoso de Dios, como reconoce San Agustín, y que se convertirá en el tremendum et fascinans en la terminología de Rudolf Otto y en la inquietud de la búsqueda infinita que habita en el corazón humano.

El miedo ha sido siempre uno de los aliados más fieles del poder. Sea este político o religioso. Es una emoción que paraliza, que inmoviliza, que resta las energías vitales al ser humano. El pájaro inmovilizado por la mirada seductora de la cobra es un ejemplo común en la filosofía oriental que nos ilustra bien sobre esa verdad esencial que es el núcleo del miedo. El pájaro sigue teniendo alas y las podría utilizar para escapar del depredador, pero es precisamente el miedo el que se las inutiliza. El miedo le hace creer que no puede volar y ello se convierte en su perdición.

         La mirada del poder es como la de Medusa: petrifica. Todo lo que mira lo convierte en piedra, lo inmoviliza, lo priva del movimiento, imposibilita la vida. La creación de un clima de temor obliga a las personas a blindarnos frente a los otros. Por eso afirma Manuel Castells que el poder está en nuestras mentes, que la violencia y la intimidación de nuestros cuerpos se interioriza mediante el miedo y se alía con las fuerzas oscuras del control político, del poder.

Aislar es la actividad propia de la violencia del poder: separarnos del mundo, reducirnos a las cuatro paredes de una celda oscura, romper la comunicación con los próximos, hacernos creer que nos han abandonado, que nadie se ocupará ya de nosotros, que estamos definitivamente solos.

 

Pasión vigilante y pasión confiada: el miedo y el amor

 

Según Elías Canetti[1], el amor y el temor se entremezclan de manera inseparable y ambivalente en la condición humana. Nuestra vida se encuentra sujeta a esas dos pasiones primordiales que se oponen entre sí: el miedo y el amor.

El miedo es una pasión vigilante. La pasión del miedo es el temor a entrar en contacto con los otros. Consiste en arriesgarnos a perder la integridad física, la identidad anímica, la libertad de acción y en el límite, la vida misma. Lo que se teme de los otros es la violencia, el poder y la muerte. Mediante el temor como pasión vigilante tratamos  de perseverar frente a los otros en el propio ser.

         Pero junto a ella aparece el amor como pasión confiada. La pasión del amor, el insaciable deseo de comunión, de contacto, que nos lleva a derribar todas las separaciones y a alterar todas las repeticiones. Esperamos recibir del otro no la herida, la humillación y la muerte, sino más bien el cuidado, el reconocimiento y la vida.

Buscamos la vida no en la separación sino en la comunión, en la  identificación con los otros, en la apertura a sus innumerables formas de ser y en la alteración constante de nuestra propia identidad. La vida ya no consiste en sobrevivir sino en convivir, ya no desea mantenerse a sí misma contra y a costa de los otros, sino más bien, entre y gracias a ellos.

         El temor es una pasión vigilante que nos mantiene despiertos y precavidos ante los males que puedan sobrevenirnos. Es necesario para proteger nuestra libertad y nuestra vida. Sin embargo sólo es beneficiosa cuando se encuentra limitada, compensada y complementada por el amor, una pasión confiada que nos mantiene abiertos al exterior y al porvenir, a la asociación con los otros y a la variación de nuestro propio ser.

         El amor hace que no temamos sólo por nosotros mismos, sino también por aquellos a quienes amamos. Nuestro temor principal ya no será el daño que puedan hacernos, sino el que nosotros podamos hacerles, el que todos podamos hacernos unos a otros.

 

Mysterium tremendum

 

“Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”. El poder de lo desconocido no tiene rostro ni identidad, por ello es invulnerable a cualquier resistencia humana. Desde el más remoto origen ha crecido en el ser humano el temor a lo sagrado, más en concreto a “ser tocado” por ello. Las formas religiosas más elementales se han originado para liberarse de ese contacto terrible y fascinante, para que no sintiera en su cuerpo o en su mente la amenaza de ese poder sin rostro ni figura.

Metamorfosis de lo sagrado es el Caos. Pero el frenético miedo al Caos, que también hoy nos amenaza, es una enfermedad de la soledad. Interiorizamos el miedo cuando no verificamos los vínculos que hemos establecido con otros, si el ser humano ya no está sólo, pierde el miedo. Por eso religión es re-ligación.

La forma fundamental de ejercer el poder religioso es atemorizar, pero no solamente de forma violenta y represora, sino de una manera más sutil; mediante el control de la conciencia, mediante la invención artificial de que no estamos conectados con nadie, de que estamos solos. Como la mente es una red de relaciones con los otros, aunque no solemos reparar en ello, la eficacia del poder es hacernos creer que estamos desconectados, que estamos sin vínculos, aislados.

         La ruptura de la confianza básica entre los seres humanos, la ruptura de la relación, es un mensaje negativo muy intenso, cinco veces más intenso que un mensaje positivo de comunión. Sólo vencemos al miedo a lo Desconocido junto con otros, desde la comunión que creamos alrededor de ese yo efímero, trémulo, solitario en que se nos ha querido convertir.

         Nos recuerda Andrés Torres Queiruga que en la tradición bíblica lo tremendum no desaparece del todo, pero cede su lugar al fascinans. Porque es una proyección de Dios, pero no su realidad. Lo atractivo prevalece, su Gracia supera el temor de su santidad terrorífica, fuente de miedo y de terror. Lo maravilloso del misterio encarnado de Dios es su cercanía amorosa.

 

 

 

Mysterium fascinans

 

Lo fascinans, lo atrayente del amor gracioso de Dios, su Gracia, siempre nos afecta aquí y ahora, de modo que entra en nuestra experiencia cotidiana, aunque sin dejarse instrumentalizar, sin dejar de ser Dios. Siempre en el fondo, siempre como parte del contexto general de nuestra experiencia cotidiana, Dios “se va acercando” y se entrega a sí mismo a nosotros. Sin dejar de ser Dios, de muchas maneras se nos acerca y se nos ofrece.

Hay cosas de este mundo que son de pensar o de decir. Hay cosas que tenemos que razonarlas o describirlas. Incluso necesitamos acceder a ellas a base de explorarlas y diseccionarlas… Pero para el ser humano hay un misterio que siempre está ahí. Es una Presencia que no podemos pensar o decir, que sólo podemos ir hacia ella, atravesar la puerta desconocida: entrar. O en todo caso, que deberemos dejarnos empapar de su luz, de su calor, como si estuviéramos tomando el sol.

Lo fascinans, lo fascinante es una presencia que está siempre ahí. Delante de nuestros ojos asombrados, en ese horizonte que nos abarca y nos incita, aunque siempre nos huye. No se trata de pensar, ni siquiera de decidir. Se trata de preguntarse qué fuerza  llama para saltar sobre la propia sombra, para dejarse deslumbrar por lo inédito. El misterio solo se nos desvela en el misterio.

         El corazón tiene una facultad para abrirse al Misterio: un oído interno que no oye sino que escucha el silencio, un tercer ojo que no ve, sino que se deja iluminar, un olfato, un gusto del ser interior que nos habita. Unos sentidos internos que se despiertan ante la Presencia que se nos regala. Cuando Dios toma la palabra sobre nuestra vida no lo hace casi nunca de forma extemporánea o grandiosa. Lo hace con el rumor suave de una brisa tenue. Como Elías en la gruta del Horeb.

         Nosotros no podemos tener ninguna relación con Dios que no implique una mediación, no podemos, desde nosotros, dirigirnos inmediatamente a Dios. Necesitamos de mediaciones simbólicas, existenciales, humanas. Pero Dios sí que se relaciona con nosotros de una forma inmediata, ya que se trata de una relación del Creador con su criatura.

 

¿Quién es el que hace verdaderamente libre o esclava la conciencia del ser humano?

 

No se puede buscar a Dios al margen de la realidad que somos, porque la gracia de Dios, es decir, su presencia recreadora en nosotros, no es un ámbito exclusivo de la interioridad, sino de toda la realidad en la que vivimos. Somos “gracia de Dios” en todo y por todo lo creado de lo que formamos parte.

         Aunque esta experiencia del amor gratuito de Dios siempre está accesible, como un elemento de nuestras circunstancias de cada día, sin embargo no siempre es obvia. Dios permanece siempre libre para otorgarnos su Don sorprendente, un don que siempre supera todo lo bueno que somos, como criaturas suyas. Pero la presencia de Dios en todas las mediaciones es una cercanía absoluta, divina, libertad y amor creador que abarca toda la realidad creada y toda la historia.

La salvación de Dios está en la línea de todo lo santo, bueno, hermoso y placentero que se puede realizar en nuestra historia, pero de modo que Dios permanece siempre libre en su oferta, lo abarca y, a la vez, lo supera. Desde dentro, sin inferirle ninguna violencia, trasciende toda la historia humana y la supera con su amor activo. Su amor abarca, como realidad activa, todo lo que somos y todo lo que vivimos.

         Hay ocasiones en las que la presencia de Dios amor destaca, en las que nos es más fácil darnos cuenta, y otras en que no. No tenemos que rechazar nada, ni huir de las circunstancias de la vida si queremos tener nuestra propia experiencia de Dios. Tanto las angustias o el temor, como el aburrimiento y el gozo o el dolor intenso son ocasiones para experimentar a Dios.

         Desde esta convicción, se trata de preguntarnos: ¿qué es lo que impide al corazón del ser humano amar en libertad? ¿Cómo vencer los fantasmas que habitan en nosotros y condicionan nuestra libertad para responder al amor gratuito de Dios? ¿Quién es el que hace verdaderamente libre o esclava la conciencia del ser humano?

 



[1] Tomado y condensado de: A.CAMPILLO, “El enemigo de la muerte. Poder y responsabilidad en Elías Canetti”, en El lugar del juicio, Madrid 2009, 51-53

 

 

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