Te enseñaré el fervor


LA GRAMÁTICA DEL AMOR

24/02/2010 17:58

 


 

Los lenguajes del amor han experimentado en los últimos cincuenta años cambios enormes y todavía difíciles de describir: se ha ido llegando paulatinamente a la conclusión de que no existe un código para decir el amor en la modernidad. Nuestra sociedad ya no tiene un código amoroso. En cada historia privada, íntima, cotidiana, buscamos descifrar unos rasgos sueltos, elementos de una civilización perdida irremediablemente. El amor es ahora un laboratorio de múltiples experimentos, una figura de la difracción del discurso, un vuelo de metáforas, quizá solamente una literatura.

Pero a la vez, el amor oculta y muestra el sentido, va tejiendo la espera con los hilos destejidos de su propio deseo. El amor es en la modernidad crisol de contradicciones y equívocos. Del amor sólo se puede hablar después, cuando el ímpetu ha decaído, cuando el fuego se ha hecho brasa o incluso ceniza. Y, sin embargo ¿cómo no hablar del amor? ¿No es bien cierto que sólo aparecen las verdaderas palabras cuando se ama? Esa inflamación del discurso, ese tocar la médula del verbo, ese juego creador y vivificante es, a la vez, la ocasión de la palabra, el kairós de una nueva gramática. ¿O tendrá quizá razón Julia Kristeva cuando dice que el contrato social sólo le concede al amor carta de ciudadanía en el diván del psicoanalista?

 

La seducción como signo actual del amor

 

El amor hoy se nos se esconde debajo de los más variados sentimientos, pero, al decir de José A. Marinas, no es ni la alegría que se desprende de descubrir el objeto deseado, ni tampoco la tristeza de no poder soportar su ausencia; el amor es algo más, es el esquema de una orientación de la persona hacia algo o alguien que le despierta la atención, que le fascina. La seducción suele ser el primer signo de ese estado, aparentemente inocuo, pero que revela una cierta enfermedad de la atención, al decir de Ortega.

El despertar del amor es un encandilamiento inicial, una polarización de la atención que, al destacar el objeto amoroso como algo mágico, único y deseable, parece difuminar todo lo demás. Admiración primero, encandilamiento más tarde, deslumbramiento que parece cautivar la mirada y apresarla concentrándola, agigantando la imagen que la provoca, haciéndola desmesurada. El amor es algo que se padece, que nos invade, que se impone por sí mismo, y ante lo que apenas te puedes resistir. Inclinación violenta que se sufre más que se siente, que se padece con pocas posibilidades de explicación.

Querer es enderezar la voluntad en la consecución del deseo amoroso. Es dedicar todas las fuerzas vitales que se han despertado en el sujeto enamorado a conseguirlo, a despertar,  en la otra persona que así se ha destacado de entre todas las demás, un sentimiento de correspondencia, una emoción igual. Dice Julian Barnes que el amor nos pone derecha la columna vertebral, que polariza el sentimiento vital de una manera única, de modo que sin el amor no vale la pena nada en la vida.

El amor despierta un sentimiento vital de riqueza; la otra persona nos pone en un estado ferviente, exaltado, se nos regala como un don, como una experiencia nueva de enriquecimiento. Es más bien la cualificación del propio deseo lo que queremos compartir con el ser amado. Porque en realidad, queremos nuestro deseo y el deseo del otro. Esa es la cumbre afilada del ejercicio del querer, de la polarización de la voluntad: queremos la fusión utópica de deseos y voluntades diferentes.

Al amar anhelamos la cohesión lógica, el impulso unitivo deseante, la interpenetración de las dos voluntades. Poseer, adueñarse del otro no es suficiente, hay que lograr suscitar en él o en ella el deseo correspondiente, cautivarlo, que nos rinda su querer y voluntad. Todo el juego de la seducción se pone en marcha para conseguir que el otro o la otra nos desee.

 

El lenguaje adictivo del amor: ¿es el amor una droga?

 

Quizá uno de los principales problemas de la nueva gramática del amor es el tener que bregar con el lenguaje adictivo. En el lenguaje amoroso de la calle se hace referencia a los efectos del amor como si se tratara de una droga. Es decir: como algo fascinante que nos domina, como una adicción que, aunque nunca nos da del todo la felicidad, no podemos prescindir de ella. El amor “engancha”.

¿Y qué significa la idea de adicción en la relación amorosa? Las adicciones se caracterizan por sus dos fases sucesivas: tanto por un sentimiento de exaltación como por otro de relajación. Con su carácter fuertemente narcotizante, las adiciones nos sacan del mundo real para colocarnos en otro diferente, como en éxtasis, lo que supone una cierta relajación del yo, un abandono temporal de la conciencia refleja. Dicha pérdida, aunque se corresponde con sentimientos confusos de remordimiento, es sentida a la vez como algo muy especial, de lo que no podemos prescindir.

El problema se presenta cuando esta exaltación no se logra, porque entonces se busca compulsivamente la emoción de la conquista, envuelta en fantasías de dominio normalmente sexual. Y la búsqueda adictiva de conquistas sexuales produce ese ciclo de desesperanza y desilusión, que se experimenta en otras adiciones. El adicto a la conquista mancilla las conexiones entre sexualidad e intimidad y abona considerablemente la contradicción reflexiva de su propia identidad personal.

Como la relación amorosa adictiva se vive como un desequilibrio de poder se desarrolla en la inestabilidad: por eso es frecuente que uno de los dos miembros de la relación presione sobre el otro para una relación sexual esporádica o para un vínculo emocional más definitivo. No se habla, especialmente cuando no van las cosas bien. La manipulación de los deseos del otro, la falta de confianza, las tentativas de cambiar al otro para saciar las propias necesidades se convierten en moneda corriente.

La relación se desliza así rápidamente hacia el engaño, y se repiten una y mil veces los mismos comportamientos. Se espera inútilmente la gratificación y la liberación de todo lo ingrato por parte del otro o de la otra. Y de ese ideal fastasmagórico de fusión obsesionada con los sentimientos y problemas del otro, se espera la felicidad, que lógicamente no llega nunca. Se confunde la pasión con el temor y se culpa a sí mismo o al otro de los problemas. Con lo que se cae en ese ciclo de dolor y desesperación, de vergüenza y ansiedad propia de todas las adicciones.

 

El amor concluyente: crear una biografía narrativa común  

 

Pero la gramática del amor en nuestra cultura también proyecta una trayectoria vital a largo plazo, busca crear una historia compartida: ¿Qué siento hacia el otro? ¿Qué siente el otro hacia mí? Suscita desde sus orígenes la cuestión de la intimidad, presupone una comunicación psíquica, un encuentro de espíritus que siempre es de carácter reparador. El lenguaje de la intimidad es importante en la relación amorosa, porque abrirse el uno al otro o a la otra es condición imprescindible del amor confluyente.

El amor, cuanto más confluyente tiende a ser, mayor posibilidad tiene de convertirse en amor consolidado; cuanto más cuenta el valor que se concede a la relación como algo “muy especial”. Esta forma de amor se desarrolla en el grado en que cada uno de los miembros de la pareja esté preparado para revelar preocupaciones y necesidades hacia el otro. Introduce por primera vez el ars erotica en el núcleo de la relación mutua, y logra la meta de la realización de un placer sexual recíproco: un elemento clave en la cuestión de si la relación se consolida o se disuelve.

En todo caso, en el amor se trata a la vez  de relaciones íntimas y de relaciones sociales. Para poder pertenecer al amor hay que aprender a respetarlo. Cuando los amantes le conceden recíprocamente su propio mundo al compañero o compañera, y al hacerlo así renuncian a unirlo todo en una totalidad, están alcanzando un ideal de interpenetración. Cuando esto se confirma descubrimos que los pensamientos y sensaciones reales sobre el amor de esta nueva gramática son mucho más maduros de lo que prescribía la gramática tradicional.

 La actual gramática del amor nos enseña a renunciar a la posibilidad de conseguir en el otro la completa confirmación del mundo propio. El amor se concede a sí mismo sus propios límites, y no de manera abstracta sino en el caso concreto y solamente en esos casos. Los desarrollos sobre la transformación de la intimidad de Anthony Giddens nos han puesto ante los ojos que se está generando un tipo nuevo de relación amorosa que él ha llamado la ”relación pura”  en la que el sexo, que puede ser creativo y apasionado  surge sin embargo, de la amistad y el cariño. La plasticidad de la respuesta sexual se canaliza sobre todo por medio de un reconocimiento de los gustos del compañero o compañera y su opinión de lo que es o no disfrutable, es o no tolerable.

En la relación pura la confianza no tiene soportes externos, ni jurídicos ni sociales, y debe desarrollarse sobre la base de compartir la intimidad. Sobre la base de fiarse del otro, de creer en la capacidad de los lazos mutuos para superar futuros traumas, y de apostar por la capacidad del otro, o la otra, de actuar con integridad. La exclusividad no es garantía de confianza, pero sí es, sin embargo, un estímulo importante. La relación pura puede proporcionar un entorno social que facilita el proyecto del yo, ya que la intimidad es entendida como un conjunto de prerrogativas y responsabilidades que establecen agendas de actividad práctica entre los que se aman de este modo.

Nadie sabe en qué medida la vigencia de la relación pura se mostrará, en sus consecuencias, más explosiva que integradora. Pero también parece cierto que la transformación de la intimidad, juntamente con la sexualidad plástica, establece condiciones que pueden producir una mayor reconciliación entre los sexos.

Resulta de nuevo una tarea de construcción ética el relacionar no sólo la identidad sexual, sino una identidad más amplia, con la preocupación moral de la solicitud por los demás. Evaluar los sentimientos equivale a preguntarse por los criterios que inspiran los términos en los que se formulan. El modelo del amor confluyente implica la existencia de un marco ético para el fomento de una emoción no destructiva en la conducta individual y en la vida comunitaria.

El erotismo en esta nueva gramática del amor es el juego de la sexualidad reintegrada en una amplia gama de objetivos emocionales, entre los que la comunicación es lo supremo. Por ello refleja todavía un eco de trascendencia. Quizá por eso concluía Niklas Luhmann en su estudio sobre  la pasión, que el amor sólo puede ser esa transparencia en sí mismo.

 

 

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