Te enseñaré el fervor


FORMARSE ES DEJARSE PULIR EL CORAZÓN

04/12/2009 17:00

 

La formación ascética de las nuevas generaciones

 

El amor gratuito de Dios, la gracia, debe afectarnos aquí y ahora, de modo que entre en nuestra experiencia cotidiana, aunque sin dejarse instrumentalizar, sin dejar de ser Dios. Siempre en el fondo, siempre como parte del contexto general de nuestra experiencia cotidiana, Dios “se va acercando” y se entrega a sí mismo a nosotros. Sin dejar de ser Dios, de alguna manera se nos acerca y se nos ofrece.

De todos modos, y desde esta convicción, se trata de tomar en consideración un problema muy actual: ¿qué es lo que impide al corazón del ser humano amar en libertad? ¿Cómo vencer los fantasmas que habitan en nosotros y condicionan nuestra libertad para responder al amor gratuito de Dios? ¿Qué es lo que hace verdaderamente libre o esclava la conciencia del ser humano?

La purificación de la mirada es siempre fruto de la recta intención, es decir: del buen corazón que saborea y elige lo bueno. En la antropología del pueblo de la Biblia los ojos y el corazón siempre están conectados. De modo que se nos va la mirada allá donde nuestro corazón se siente atraído. Y también al revés: si dejamos de mirar al otro con una mirada torva y le ofrecemos una mirada franca y acogedora, nuestro corazón se recupera y se refresca.

Eliminar los impedimentos es una máxima de la más genuina tradición ignaciana, que siempre ha pensado que sólo de este modo, liberadas las trabas de los afectos desordenados, puede el alma desear y elegir lo que más conduce a su plenificación en la vida.

¿Cómo se ensambla lo humano en lo espiritual y viceversa?

 

Para hablar del necesario ensamblaje del desarrollo humano en lo espiritual, y del crecimiento espiritual en la base humana del sujeto se hace necesario aludir a dos principios fundamentales: a) nada de lo humano es ajeno a la dimensión espiritual; b) la gracia cuenta siempre con la naturaleza, pero no la suple sino que la completa, la eleva.

Por ello, el desarrollo de la humano en el crecimiento espiritual se produce en el proceso de la maduración, en el discernimiento de la autenticidad, y en la capacidad del desprendimiento. Y, a su vez, el crecimiento espiritual va completando el desarrollo humano en su capacidad de intensificación interior, en el proceso de transformación paulatina y en la integración de los deseos en el Deseo de Dios.

La naturaleza humana, en la práctica, está siempre moldeada por la gracia, es la capacidad de recibir la gracia como don gratuito, es un momento interior de la misma gracia como autocomunicación de Dios al ser humano. Aunque esta experiencia del amor gratuito de Dios siempre está accesible, como un elemento de nuestros problemas de cada día, sin embargo no siempre es obvia.

         Hay ocasiones en las que destaca, en las que nos es más fácil darnos cuenta y otras en que no. No tenemos que rechazar nada, ni huir de las circunstancias de la vida si queremos tener nuestra propia experiencia de Dios. Tanto las angustias o el temor, como el aburrimiento y el gozo o el dolor intenso son ocasiones para experimentar a Dios.

         Discernir, personalizar e integrar son dinamismos en los que converge el desarrollo espiritual del ser humano y su crecimiento espiritual. El proceso de crecimiento interior, es siempre una intensificación de la vida en nosotros. La calidad de vida no se adquiere por acumulación, sino por metamorfosis. Y, en los procesos formativos, es muy importante no olvidarlo. Tenemos que buscar la vida intensa no acumulando cada vez más experiencias de todo tipo, sino eligiendo y discerniendo las ocasiones que Dios nos pone delante. Siempre estamos relacionados con Dios, pero también siempre de modo indirecto, en nuestra relación con lo que no es Dios, con las cosas del mundo.

 

Un profeta de nuestro tiempo, el filósofo y creyente, Ludwig Wittgestein ha expresado la verdad de la acción transformadora de un modo terminante al decirnos: “Que toda la sabiduría es fría y que con ella es tan difícil ordenar la vida como forjar el hierro en frío!” Una pedagogía que no cultive las buenas intenciones, e imprima en el sujeto un deseo moral de ser mejor, es un desastre. Se comienza siempre por comprender mejor lo que es bueno, y por desearlo ardientemente.

Con la mera razón no se cambian las conductas, ya que no se puede transformar la personalidad en frío, sino a partir de una promoción de los deseos del corazón, que son los impulsos que nos posibilitan los cambios estables en la orientación de la vida. En la formación de la virtud, los móviles son lo importante, el alimento más poderoso; las razones vienen después a reforzar el intento.

         Allí donde el deseo hace confluir las buenas razones y la capacidad de energía personal, es donde la actividad moral se desarrolla, impulsada a medias entre la inteligencia de lo bueno y el deseo de alcanzarlo. Ya que la formación en la virtud no es sólo un aprendizaje intelectual, sino sobre todo, la generación progresiva de buenos hábitos de vida.

         ¿Cómo se puede llevar a una persona a la persuasión de que debe mejorar su vida? Solamente si logramos despertar en ellas una pasión hacia lo más noble, una disposición para las grandes empresas. La educación moral es la que se hace capaz de movilizar el impulso, la que sabe utilizar las herramientas adecuadas para alcanzar un cambio eficaz.

         El ser humano se vuelve sujeto gracias a la admiración de modelos, a fuerza de compartir afectivamente otros puntos de vista. Es la combinación adecuada entre admiración y deseo la que nos puede movilizar decisivamente la vida. El progreso humano y espiritual nunca es homogéneo. Tenemos que crecer, y ayudar a crecer, superando etapas. Despidiéndonos cordialmente de la imagen anterior para alcanzar la siguiente etapa de transformación. Y ello supone aceptar el malestar de las crisis.

         La calidad de la vida consagrada nos llama a volver al lugar central de la persona, al lugar de las decisiones. Sólo si la voluntad, despertada por el deseo, se propone alcanzar el filo de lo nuevo es cuando podemos gozar también del gran regalo que se nos hace. Lo mejor de todo es que, al final, no es la meta de nuestros anhelos lo que alcanzamos, no es el fruto de nuestro esfuerzo denodado por ser mejores lo que nos plenifica. Es el amor que se nos regala, es la humildad que nos hace caminar, como niños felices, de la mano del Padre de los dones.

         A lo que aspiramos es a la calidad de vida evangélica. Aquella que nos pone en la calidad de humanidad que Dios quiere para nosotros: sus hijos felices, su gloria, en los que ha derramado su amor, a los que ha hecho alabanza de la gloria de su Gracia. Sólo esta nos basta.

 

La vida cristiana debe ser un nido ecológico de libertad. Debe ser una isla de libertad y confianza, porque sólo de este modo podemos asegurar que vivimos una vida intensa. Y si perdemos la marca de la intensidad en nuestra vida nos arriesgamos a desaparecer.

         Lo que vivimos es la intensidad del amor que nos ha marcado con una señal indeleble. Y no podemos arriesgarnos a perderla. La vida a la que somos llamados nos exige una capacidad nueva de vivir con ganas lo que somos, desde el secreto más íntimo del nuestro corazón enamorado. Somos los enamorados de Dios, aquellos en quienes Él ha puesto su mirada para regalarnos con su don una identidad nueva.

         Descubrir la fuerza resistente de la abnegación del corazón y la voluntad es un imperativo de nuestro tiempo. En realidad lo que se nos está pidiendo a los consagrados es que seamos testigos de otro modo de vivir la vida: fraternos pero desprendidos, disponibles pero liberados, compartiendo pero austeros y así en todos los órdenes de la vida.

         Estamos invitados a entrar en el ámbito del exceso. A realizar los gestos del amor más desprendido que no cuenta, ni mide, sino que se expande en generosidad ante la solicitud del hermano o hermana que nos reclama. Vivir la abnegación como la condición del amor intenso, no como una virtud que nos limita sino como la necesaria renuncia virtual para ejercitarnos en la entrega y la generosidad.

         La desinstalación inherente a nuestro estilo de vida y la inserción decidida entre los pobres y sufrientes de nuestro mundo es otra nota de intensidad. Queremos dejarnos afectar por los hermanos heridos y abrir el corazón para gustar de su perdón y de su ternura. Es como entrar en un espacio nuevo y desconocido: aquel que nos hace amar lo pequeño y escondido como señales patentes del reinado de Dios.

 

La relación con Dios sólo puede ser relación de dar y recibir en gratuidad. Y es absolutamente esencial para nosotros. Está enraizada de modo tan profundo, es tan crucial para ser lo que somos, que nada de lo que hacemos sería posible sin ella. Forma parte de tal forma de nuestra estructura que sería imposible describir lo que significa amar, querer, o siquiera pensar de forma humana sin incluir a Dios.

         Lo que deseamos es abrirnos a la alteridad amorosa. Sólo así podemos llegar a recibirnos en la plenitud que somos. Hay una zona ciega en nosotros mismos, que sólo desde otros ojos se puede ver, reconocer, aceptar. Necesitamos del Otro, de los otros para recibirnos como somos en realidad, para asumirnos.

         La condición fundamental para ello es el desasimiento. Liberados del agobio del tiempo, podremos amar la pobreza con gozo, gustaremos alegría que siempre nace de un encuentro habitual y cotidiano. La escuela del don son Señor y los hermanos y hermanas. Sentimos el deseo de abrirnos a la comunión, de mirar el mundo con los ojos del otro, de recibirlo como un regalo inmerecido. Volver a vivir aquella calidad de humanidad de los “benditos y benditas” del reino.

Necesitamos ponderar mejor la relación que vivimos  entre los grandes deseos y los pactos que nos vemos obligados a hacer con la realidad. Se trata de vivir con más energía los máximos en nuestro desarrollo personal y saber aceptar como necesarios también los mínimos entre los que nos movemos. Queremos dar los cauces adecuados al amor en la búsqueda de la realización propia.

         Queremos abrir cauces al Dios de la vida en sus extrañas apariencias de la entrega, sabiéndonos en el territorio de un exilio, porque  vivimos de una seducción padecida. La propia conciencia amorosa no puede fundar la unión más íntima con Dios que se nos regala. Pero descubrimos un rostro de Dios más sosegado e íntimo, quizá sin tanta intensidad, sin tanta calidez…

    Ahondar, explorar, acceder al don. Se trata de ir dando pausadamente los pasos de un proceso que nos va haciendo transparentes, más abiertos a la comunión, con el deseo de dejarnos transformar la mirada. Necesitamos volver a despertar la confianza como herramienta de exploración y búsqueda.

         Estamos en un proceso de adherencia a Señor para dejarnos imprimir su Imagen, Icono de Dios que nos hace transparentarla, pero más aún: nos va transformando en esa misma imagen, a rostro descubierto.

Es naturalmente un proceso virtual de renuncia y desasimiento de todo, asumiendo la  necesidad de tomar decisiones que comporten riesgos, de abrazar un estilo de vida coherente con el don recibido.

         Estos es lo que deseamos: pulir nuestro corazón hasta que se adelgace y transparente su Presencia oculta, hasta que se afine y se libere de todas las adherencias que le deforman.

        Pulir el corazón hasta que pierda el peso de la autosuficiencia y el orgullo estéril, hasta que podamos sentir el latido del corazón de nuestros hermanos y hermanas.

         Pulir el corazón hasta que reflejemos la belleza de la creación y Dios en ella, hasta que nos aflore graciosamente la bendición.

Pulir el corazón hasta dejarlo capaz de acoger y reflejar la gloria de Dios.

 

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