Te enseñaré el fervor


EL EFECTO MARIPOSA

27/01/2011 15:50

“De modo que pongo en primer lugar, como una inclinación general de toda la humanidad,

un deseo perpetuo o sin tregua de un poder tras otro que sólo cesa en la muerte”     (Hobbes)

 

El ser humano, hombre o mujer, siempre vive por encima de sus realidades, vive en el amplio territorio de la posibilidad; lanzado por un deseo que no acaba nunca, por un deseo irrealizable, navega hacia un horizonte que sabe no puede alcanzar. El deseo del logro, y quizá el deseo de poder (si es que no se trata del mismo deseo!) es lo más esencial de la avidez del ser humano.

Nietzsche concebía la “voluntad de poder” como una voluntad que quiere siempre más poder, es decir: como una voluntad de superación, como voluntad de actuar, de quemar toda su energía. Merlau-Ponty hablaba de cada uno de nosotros como ese ser insaciable que se adueña de todo lo que puede alcanzar. No hay abertura sobre el mundo sin un deseo que le vaya asociado.

         Cualquier deseo, y aún  más el deseo de poder, nace de un desnivel previo, de la inconstancia del medio en el que se produce (por eso no existe aprendizaje posible del deseo!). Es un mecanismo de ignición, una fuerza que nos prende y que busca saltar sobre nuestra propia sombra. De tal modo que el desplome de la potencia vital, la desgana, lo inaguantable de la depresión, es vivir en la angustia de la falta de posibilidades vitales. Es un tormento insoportable no poder lograr lo que se anhela y, a la vez, no poder renunciar a ello.

Pero la fascinación del poder como tal es siempre una burla, es el desafío de tener que asumirlo hasta la muerte (la suya y la de los otros). El poder de dominación juega con el prestigio ritual de la muerte, de una forma estética de la muerte, en un escenario ya superado en el mismo momento en que éste aparece en la historia.

El amor, en la otra esquina del deseo, brega frente al poder, porque quiere apoderarse del otro sin dominarlo, es decir: haciéndolo libre. Sólo en virtud del amor, que es su imperiosa y lúcida capacidad, logra el deseo vivir la fidelidad de recrear al ser amado. Si somos capaces de recrear, de contribuir a la vida, y es nuestra aspiración más profunda, es porque nos negamos al poder de la dominación. Se asume ante el otro una responsabilidad que excede al propio poder, se le concede un derecho que no podemos asegurarle, aun corriendo el riesgo (bendito riesgo!) de ofrendar la vida.

         Uno se siente siempre responsable del ser amado como si su vida dependiera totalmente de él. Más aún, nos sentimos responsables de no poder evitarle ningún daño, de no tener más poder para defender su felicidad o incluso su vida. De no disponer del poder suficiente para asegurarle todo lo que espera o necesita, de modo que estaríamos dispuestos a arriesgar la nuestra para conseguirlo. Por el amor la realización del otro es la propia plenitud, porque en la entrega se encuentra la propia identidad.

El poder de la dominación es la muerte, el poder del amor es recrear la vida y la libertad en la comunión. Doble cara del poder: deseo ilimitado de expansión y deseo del otro, antagonista o cómplice, someter o seducir, suplantar o implicar al otro en el logro del propio deseo.

         Por ello toda relación con otro ser humano es, a la vez, una relación de poder y una relación de responsabilidad.   Desde el lado del amor, o incluso desde el lado de la dominación, el poder es una categoría siempre relacional: ejercer una influencia sobre otros, transformar su vida, supone a la vez dejarnos transformar por ellos, aceptar su influjo mayor o menor en el logro de lo que deseamos. Tenemos más o menos capacidad de lograrlo, disponemos de mayores o menores recursos para  incidir en la vida de los otros y para dejarnos influir por ellos.

 

Máscaras del deseo, máscaras del poder

 

El deseo de poder aparece siempre con la necesidad imperiosa de cubrirse el rostro con máscaras. Más fuerte será del deseo de poder cuanto mayor sea la capacidad que tenga para enmascararse. Estas máscaras son, ellas mismas dinámicas, con capacidad de cambio, de apariencia nueva, con capacidad de crearse a sí mismas nuevas facetas. Su capacidad de arrastre no hace sino revelar su propia estructura doble, como simulación, y transmitir ésta a quien lo desea. Si el poder seduce es porque se metamorfosea en signos, como un simulacro; se reinventa una y otra vez pero sobre la reinversión o multiplicación de los signos con los que se reviste y se confunde.

         ¿Cómo se manipulan los datos en la esfera pública para que puedan ser interpretados siempre en un sentido que favorezca los intereses de los poderosos? O lo que es lo mismo, ¿cómo se hace para que intereses muy particulares de grupos en el poder logren pasar por intereses verdaderamente generales?

El proceso es muy elocuente y lo estamos contemplando en la actual coyuntura política. Para que la fábrica de mentiras del poder se ponga en pie es necesario, en primer lugar, construir un modelo de propaganda filtrando como verdad lo que favorece a esos intereses y como mentira lo que los perjudica. En segundo lugar se teatraliza una clasificación muy distorsionada de las diversas situaciones: dignas o indignas, patrióticas o traidoras, legitimadores o irrelevantes, etc. El resultado es que, a fuerza de repetir las consignas, llegamos a tragar una mera apariencia de la realidad, un simulacro perfectamente construido al servicio del poder.

         Jean Baudrillard ya nos ilustró sobre la capacidad de nuestra cultura de construir simulacros. La lógica de la simulación ya no tiene nada que ver con una lógica de los hechos, ya que el modelo que se comunica es anterior a lo que pueda suceder, y cualquier acontecimiento público hay que someterlo a la tiranía lógica y férrea del modelo.

         En este simulacro de la realidad política no hay nadie que pueda mediar, una instancia neutral, alguien que no esté de parte de uno o del otro, no hay nada sobre lo que se pueda pactar, y por tanto no puede existir la verdad. La mentira es lo que nos hace “libres” en la esfera pública del poder, que no es otra cosa sino asumir la escena en la que se nos ha situado y actuar con la capacidad limitada que nos concede el propio papel, como actores de este nuevo “gran teatro del mundo”.

 

Enjaulados en las dinámicas del poder

 

Tanto en las relaciones personales como en las políticas, el poder, entonces, juega siempre con ventaja. Si no puede inducir ni deducir la verdad, la produce. Las liturgias del poder, enmascaradas como seducción, pueden probarnos lo que quieran contra nosotros, pueden aducir su verdad y reprobarnos cuando quieran y como quieran. Nos manipulan, porque sólo la palabra del poder es en realidad performativa: un decir que hace, una palabra que hace que exista lo que dice.

         El control excesivo, la dominación machista, la competencia febril conforman un sistema deshumanizador que nos está llevando a la deriva. Así es como se genera una sensación de pasividad y de desesperanza social: cuando la cultura de la dominación nos ahoga y no nos permite sencillamente ser, ser nosotros mismos. Hay mucho malestar acumulado detrás de la idea de que sólo nos realizamos bajo presión, sea ésta personal o impuesta por otros.

El mundo en el que hemos ido creciendo, también el religioso, se nos ha hecho muy rígido: estamos enjaulados en las dinámicas del poder, de la acumulación y del protagonismo. Dichas dinámicas se nos han convertido en verdaderas jaulas de hierro que nos apresan y no nos permiten creer que los contextos (cualquier contexto!) pueden cambiar y de hecho cambiarán.

Quizá pronto podamos concebir un modo nuevo de hacer las cosas que hoy nos resulta inconcebible. Somos, más de lo que pensamos, un proceso abierto de creatividad colectiva. Pero el problema es que hemos llegado a interiorizar y a asumir que es imposible salir de esa realidad asfixiante, ya que la dinámica del poder ha acabado dominando nuestra conciencia.

Cautivados por el no poder: el influjo de lo débil

 

Uno de los principales efectos del sistema social en nuestras vidas es la percepción de incapacidad que esta cultura nos produce para influir en los contextos negativos. Parece que seamos liliputienses frente a un gran Gulliver imposible de vencer, del que nos sentimos siempre sometidos. Sin embargo, todos los días percibimos como un pequeño rumor que se extiende provoca la caída de la bolsa o una suma de pequeños agravios provocan un motín carcelario.

Los sistemas complejos de nuestra sociedad están ligados a innumerables efectos no previstos, movimientos pequeños, que al retroalimentarse, pueden producir grandes consecuencias. Tanto en la naturaleza como en la sociedad se producen estos efectos de variedades y complejidad muy grandes. Es el llamado “efecto mariposa” (Lorenz). “El vuelo de una mariposa en la amazonía provoca un tifón en las islas Fiyi”. Es el poder de lo que no parece tener poder, la fuerza de una influencia muy sutil que desencadena efectos imprevisibles.

Nos confesamos cautivados por ese tipo de poder: el no poder. Lo que nos nutre es que el “influjo de los débiles” puede ser mucho mayor de lo que nos parece. Aplastados como estamos por la impresión de que fuerzas mayores y oscuras rigen nuestras vidas. Este espejismo es el que intentamos vencer desde un tipo de acción de “contrapoder”, que es un empoderamiento real en nuestra sociedad: el de los vulnerables, las mujeres, los migrantes, los desplazados, los ingenuos o esperanzados.

         Eso es lo que nos sugiere la dinámica del influjo de lo débil: que somos capaces de ejercer influencia negativa o positiva desde lo que somos. Que nuestro ser y nuestra actitud conforman el clima en el que vivimos, y que si somos genuinos, felices, auténticos, positivos, generamos un clima mejor en los que nos rodean: familia, amistad, grupos de trabajo, etc.

         El poder positivo del efecto mariposa implica que cada uno es responsable del bienestar de todos, que la bondad individual repercute en los demás. Somos partes de un todo y en nosotros la incertidumbre y la duda también están presentes. El “poder”, por el hecho de vivir en “sistemas abiertos”, radica en que estemos atentos a lo que sucede, que descubramos el momento feliz de intervenir, la pequeña causa que provocará un efecto mayor.

         Con frecuencia, al pretender cambiar, o incluso mejorar, generamos ansiedad y forzamos el equilibrio creador, pudiendo provocar a veces un desastre mayor. No nos enfrentemos a la presión del poder con otro poder, no nos confrontemos con la confrontación, sino con un espíritu capaz de comprometer nuestra creatividad en cada momento. Así ejerceremos la sutil influencia, aunque quizá no veamos siempre sus resultados, ni sepamos cómo hemos contribuido al cuidado y la mejora del conjunto del planeta.

         Lo que parece imposible se hace posible por medio de pequeños gestos: reconocer un fallo, sonreír ante una ofensa, devolver bien por mal, etc. Son gestos evangélicos que nos animan a una resistencia activa frente al mal, pero no oponiéndonos, sino intentando desarmar al adversario y lograr la reconciliación.

Lo más importante ahora y siempre es ser auténticos, verdaderos en sí mismos y ejercitar los valores de la comprensión, el respeto y la compasión. Cultivar un corazón solidario para aprender a perdonar, acoger y aceptar al otro en su alteridad, para mantener habitable el mundo, un hogar para todos sin excepción.

 

 

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