Te enseñaré el fervor


¿ENCANTADOS O DESENCANTADOS?

09/04/2008 10:16

 

Aunque sólo sea porque nos vamos haciendo mayores, la verdad es que la vida nos está llamando a no perder la alegría de vivir. El encanto de nuestra vida, como la ilusión, no debería ser una cuestión de juventud, sino de madurez. Porque, cuanto más conocemos y gustamos un estilo determinado de vida, más nos deberíamos aclimatar a sus modos, y disfrutar por tanto de sus posibilidades.

         Conocer y gustar son sinónimos de apreciar, de valorar, de saber sacarle el gusto a lo que hacemos. Lo que sucede es que las cosas, en lo cotidiano de la vida, no son tan fáciles. Con frecuencia, los caminos trillados acaban por fastidiarnos, la novedad se nos pierde con los años, nos encontramos con la rutina, y comenzamos a descubrir lo difícil que nos resulta en todos los campos de la vida mantener la ilusión.

         Tampoco nos ayuda mucho el ambiente en el que nos movemos. Mantener un estilo de vida intenso y arriesgado, en medio de la mediocridad y el espíritu de acomodación en el que vivimos, no nos resulta nada fácil. A nuestro alrededor lo que florece es el espíritu de vivir bien, de cuidar el ego, de sentirse lo mejor posible, de procurar evitar las sacudidas vitales y de arreglárselas cada uno por su cuenta para ser feliz.

         Por otro lado, nuestra vida se ha inflado en sus expectativas: se nos ha hecho creer que podíamos mantener la ilusión primera incólume. Libre del inevitable desgaste de los años, como si pudiéramos mantener una juventud perpetua. Con frecuencia, seguimos escribiendo y reflexionando sobre la vida consagrada para lectores de entre treinta y cuarenta años, cuando la tozuda realidad nos está diciendo que una gran mayoría pasamos de los sesenta.

         No se trata, por tanto de volver a la ingenuidad del comienzo, sino de recuperar una segunda ingenuidad que nos permita vivir con madurez el desencanto y volver a gustar la capacidad de reelegir la vida. En realidad, de lo que se trata es de descubrir el encanto de la vida consagrada después de haber muerto a muchos falsos encantos.

         Tendremos que desandar muchos caminos recorridos en falso. Atrevernos a plantarle cara a la exagerada pretensión de nuestras ilusiones, para comprender a qué estamos en verdad llamados, y cuál debe ser el listón con el que medir nuestros desengaños. No somos los mejores en este empeño de vivir libres y servidores, pero tampoco los peores. Entre la hinchada autosatisfacción por lo que hacemos, que nos conduce a no ser tomados en serio, y la desencantada frustración de lo que somos, que nos lleva a recluirnos en una esterilidad culpable, tendremos que descubrir nuestra propia verdad.

 

Vestidos con el sayal del desencanto

 

         El desencanto es aquel tipo de experiencia que se da en el ánimo cuando viene a desvanecerse algo que nos encantaba. Ya que “encantar” es cautivar toda la atención de uno por medio de la hermosura, la gracia o el talento[i]. Es en este punto exacto del desvanecimiento de lo que nos encantaba en donde queremos ahondar en este trabajo.

         ¿Se nos ha desvanecido el centro de nuestra consagración, el motor de nuestra vida? ¿Estamos afrontando, realmente, el final de nuestra motivación esencial para entregar la vida al Dios del Reino? Nos va mucho en acertar en el diagnóstico: ¿el desvanecimiento que nos afecta es a causa de haber perdido la gracia de la novedad, de haberse rutinizado el ritmo de nuestra vida? ¿O más bien lo que nos pasa es que hemos perdido capacidad de conectar con el tesoro escondido?

         Si algo deja de cautivar nuestra atención, casi nunca sucede por decisión consciente, sino porque otra cosa empieza a interesarnos más de lo que nos encantaba. ¿Será que hemos renunciado, consciente o inconscientemente, a ahondar en lo más propio de nuestra tradición y nos hemos dejado seducir por otras tendencias más o menos ajenas? ¿Nos hemos contaminado de la cultura con la que de un modo u otro nos identificamos? ¿Nos han seducido el corazón sus otros dioses[ii]?

         También podría ser que, sencillamente, vamos notando que nuestro tono vital desciende y nuestro corazón deja de arder. Desencantarse puede ser sinónimo de debilitarnos, de perder las energías que nos movían el corazón, de enfriarse nuestro deseo ardiente, de desconcentrarse nuestro interés, de sentirnos poco o nada movidos por la fuerza que nos recrea.

         Al desconcentrarse, la persona desencantada se desmotiva, se debilitan sus energías y baja el nivel de participación en comunidad. Nuestros grupos y comunidades se pueden convertir en lugares de desencanto: palabrería vacía sin interés por los problemas de las demás, necesidad tonta de moverse y sentir, búsqueda del humor sin gracia.

         Seguramente deberemos volver a interrogarnos sobre nuestras redes de pertenencia, sobre la habitabilidad de nuestra propia casa. La vida en común debe ser un nido ecológico de libertad, una capacidad de renovar nuestras fuerzas, de reforzar desde los otros nuestras propias convicciones, de reencantar nuestra relación con lo más central de nuestra misión y de nuestra vida.

 

Nos echaron de nuestras moradas

 

Si preguntamos a muchos consagrados y consagradas de nuestros días, quizá un sentimiento muy compartido sea la extrañeza de sabernos como expulsados de nuestra propia casa. Nos habíamos sentido en medio de nuestras sociedades suficientemente queridos y apreciados. Habíamos estado en el foco de la atención de muchas hermanas y hermanos, y nos habíamos sentido valiosos en nuestra aportación a la cultura y a la sociedad.

         Los miembros de la vida consagrada éramos considerados como los expertos en cristianismo. Como las personas comprometidas que se convertían en referentes en la vivencia evangélica, como los que marcaban el paso detrás de Jesús, y éramos mirados como gente que tenían un gran valor en medio de “los cristianos de a pie”, es decir: los laicos que vivían su bautismo, como unos más en medio del mundo.

         Pero, de pronto, como sin avisar, hemos vivido un desplazamiento simbólico de nuestros lugares de pertenencia. No es que nadie nos haya echado de nuestras casas, como en aquellos tiempos de persecución, sino que nos hemos ido sintiendo en este mundo en el que vivimos como de sobra, como “de más…”

         La experiencia más viva del reconocimiento social que recibíamos se ha convertido en un conflicto abierto en muchos casos. Debemos justificar nuestra existencia, y sólo por la misión humanitaria o social que desempeñamos se nos reconoce el derecho a existir. Valemos por lo que hacemos, aunque seamos lo que somos: cosa que cada vez más a nadie interesa.

         Desde este punto de vista nos sentimos ante la tentación de ser “productivos” en la sociedad en la que nos insertamos, de tener un lugar propio por lo que hacemos, aunque no se nos acepte por lo que somos. Este dilema entre el ser y el hacer está marcando cada vez más nuestro horizonte vital, y amenaza con contagiar también a las motivaciones de nuestra vida. Lo importante, en estas circunstancias, sería según pensamos, atender a la “eficacia apostólica”, a los resultados de lo que hacemos.

         Sin embargo, evaluar nuestra vida por los resultados concretos de nuestra acción educadora o social nos puede poner en el límite y aún hacernos caer en un exceso de responsabilidad: nos cargamos sobre las espaldas la tarea de transformar la realidad social y a sus protagonistas, con toda la problemática que ello conlleva. Sobre todo por el desgaste que nos supone aceptar cada día las propias deficiencias y los propios fallos.

         Por otro lado, la vida de comunidad ha dejado ya de ser un hogar feliz. Las diferencias generacionales se han agudizado enormemente y, en nuestros días, es frecuente contemplar grupos y comunidades religiosas en donde una o dos personas jóvenes, en plenitud de facultades, han de compartir el espacio y la vida con una mayoría de religiosos mayores y aún muy mayores.

         Esta problemática de la convivencia no tiene una solución fácil: faltan generaciones intermedias, ya que algunas de ellas han quedado muy disminuidas por las crisis de décadas anteriores. La generación de los cincuenta largos se ha eternizado en los cargos de responsabilidad, de tal manera que está siendo un verdadero tapón para el acceso a las generaciones más jóvenes.

         Encontramos siempre excusas para no ceder el lugar que hace tanto tiempo monopolizamos. “No están preparados, son mucho más flojos que nosotros, no tienen cuajo suficiente para hacer frente a la vida y sus problemas, son gente que va “a su bola”, sólo tienen tiempo para lo que les interesa, no se dedican a la comunidad, etc.” (léase no se dedican a cuidar a los mayores, claro!).

         De este modo se va creando una sensación difusa de debilitamiento de los vínculos comunitarios por ambos lados: por parte de los mayores, que vemos a los jóvenes como inmaduros, y por parte de los jóvenes que nos consideran ya pasados del todo, sin ninguna idea realmente aprovechable. Desde el punto de vista de la estrategia apostólica la situación descrita adquiere todavía unos tintes más preocupantes. Unos y otros nos consideramos demasiado lejos como para poder establecer unos criterios comunes que nos aúnen en la misión y en las tareas que ella conlleva.

        

Pasó la cosecha, se echó el verano

 

Cada tiempo tiene sus frutos. El problema se produce cuando comenzamos a experimentar que ya no es nuestro tiempo: que estamos de más. Que nos hemos convertido en una reliquia del pasado.

         ¿Realmente ha pasado el tiempo de la vida consagrada? En cierto modo sí: no somos ya la fuerza significativa que hemos sido en otra época. Incluso pareciera que nos hemos convertido en algo superfluo, no necesario, que aunque desapareciera en la Iglesia, no se habría perdido nada fundamental. O al menos que no se nos echaría mucho de menos.

         Se nos invita a pensar, y no sin razón, que somos los últimos de Filipinas, que la generación de la Perfectae Caritatis ya ha cumplido su misión en la Iglesia. Pensamos que cuarenta años ya son muchos, dado los tiempos que corren, y que, aunque se nos puede reconocer el merito de haber dado buenos frutos, ya se ha pasado nuestro tiempo y lo mejor que podemos hacer es aprestarnos dignamente a morir. Pasó la cosecha, se echó el verano…

         Esta consideración, aunque un poco cruel, no deja de ser seriamente verdadera. No se puede luchar contra las tendencias sociales que dan cuenta de lo que somos y sentimos, más de lo que imaginamos. Es cierto que la profunda renovación que emprendió el concilio Vaticano II supuso un cambio hondo de la cultura, si no incluso de la teología de la vida religiosa, tal y como se había vivido hasta ese momento en la Iglesia.

         No vamos a insistir en este tema, que ya ha sido tratado con rigor por los muchos especialistas. Pero sí que nos interesa recalcar dos ideas fundamentales: en primer lugar, la teología de la vida consagrada, como propuesta de seguimiento radical de Jesús y aspiración a la intensidad de un amor personal y exclusivo por su persona no ha perdido su vigory sigue siendo actual y muy válida.

         Por otro lado: es incuestionable que los cambios culturales de la modernidad tardía han sacudido muy notablemente la identidad social de los consagrados y consagradas de hoy. Lo que significa que en la negociación de nuestra propia identidad es donde se están produciendo los cambios más decisivos. No podemos decirnos, con verdad quiénes somos sin recurrir a los diferentes modos como en nuestra cultura se traban los significados vitales y existenciales. No sabemos bien quiénes somos sin dar cuenta ante los ojos de los demás de nuestro propio estilo de vida.

         Lo que está cambiando, y de un modo muy serio y profundo, son los modos como nos explicamos lo que somos y vivimos, es decir: la cultura propia de la vida consagrada[iii]. Está naciendo una nueva cultura de la consagración al Dios del Reino. Nuevos modos de vivir y expresar la realidad, siempre antigua y siempre nueva, de nuestros votos. Hoy sabemos que ser pobres, castos y obedientes, en la Iglesia y en la sociedad, nos exige encontrar nuevos cauces de expresión y otras formas de vida.

         Lo que está cambiando, y muy profundamente, son los modos como vamos trabando nuestra vida con los otros y las otras en nuestras comunidades. Es una nueva concepción de la trama común lo que se está imponiendo en nuestros grupos e instituciones religiosas. No queremos seguir como hasta ahora guiándonos por unas reglas que no nos sirven, por ese conjunto de convenciones heredado, que no nos ha permitido atravesar la dura superficie de las formas educadas y precisas.

         En lo concreto de nuestra vida cotidiana nos sentimos hondamente decepcionados del respeto solo superficial a nuestra propia soledad, de los estrechos y correctos cauces de la interacción personal, de la apariencia de bienestar comunitario;  hechos que apenas pueden ocultan la constatación de nuestra propia incapacidad para dar paso al verdadero amor y a la comunicación afectiva y fraterna entre nosotros. Nos sentimos incómodos ante una manera de soportar los conflictos a base casi siempre de mantenerlos soterrados, y a no darles el cauce adecuado para su expresión madura y responsable.

         Respecto a la forma como abordamos la obediencia en la misión que se nos ha encomendado, en la mayoría de los casos, lo que prima es la eficacia de los medios con los que realizamos nuestra tarea. Nos sentimos, frecuentemente, presionados a cubrir las expectativas de los que nos organizan la vida, sin tener en cuenta que la multitud de tareas nos desgasta y no sabemos cómo buscar el equilibrio entre lo exterior y lo interior de nuestra vida.

        



[i] Cfr. A. TORNOS, Psicología del desencanto, Madrid 1982, 18 ss

[ii] J.B. LIBANIO, Impactos de la realidad sociocultural y religiosa sobre la Vida Consagrada desde América Latina. En: CONGRESO INTERNACIONAL DE LA VIDA CONSAGRADA (CIVC), Pasión por Cristo, pasión por la Humanidad, Madrid 2005, 151 ss

[iii] En varios escritos me he dedicado a fomentar la reflexión sobre un nueva cultura para la vida consagrada. Se puede consultar: X. QUINZÀ, Pasión y radicalidad. Posmodernidad y vida consagrada, Madrid 2004, 11-64

[iv] Cfr. M. FABRI DOS ANJOS (Org.) Novas Geraçôes e Vida Religiosa. Pesquisa e análises prospectivas sobre Vida Religiosa no Brasil, Aparecida Sao Paulo 2004

[v] El tema del “encanto” de la vida consagrada está muy bien expuesto en: J. M. Guerrero, SJ, El encanto de la vida religiosa: Folletos Con Él, 252 Febrero 2005

—————

Back