Te enseñaré el fervor


La memoria del corazón

 

 

EJERCITARNOS EN LA CONTEMPLACIÓN

 

Si alguno me preguntara qué es la vida interior de un cristiano, sólo podría decirle que es poner toda la atención en el Dios que nos habita, y corresponder continuamente en nuestro interior a la gracia de nuestro Amigo y Señor, en lugar de querer gobernarse por las impresiones que recibe del exterior y por los motivos que provienen de la humana sabiduría. Es decir: aprender a ejercitarnos en la contemplación.

         No se trata de iniciarse en una vida solitaria y contemplativa, como un monje del desierto, que se separa del mundo y busca en la esterilidad y el silencio la paz del corazón. Sin embargo, si nos vamos haciendo negligentes a esa correspondencia a la luz interior, a la influencia de la Gracia, no podemos pretender una vida plena en el servicio a nuestros hermanos.

         Se decía de Francisco Javier que por dentro era como una ermita en la cumbre de una roca. De igual modo, cada uno de nosotros, sin poner la atención en el interior del corazón, en sus moradas secretas, no podremos transparentar de ninguna forma la Presencia de Dios. Ni podremos comunicar sus suaves voces interiores, sin dejarles un vacío interior para que resuenen.

        Para ser de nuevo contemplativos deberemos dejar totalmente la propia voluntad, y seguir sin reservas la conducta interior del Espíritu de Dios. Cosa tan extraordinaria que parece no tener nada que ver con la conducta exterior, o sea, con el camino de prescripciones espirituales que cualquiera puede aprender y compartir. Aunque, en realidad, no difiere tanto de ella, ya que la perfección contemplativa consiste, más bien, en un ensamblaje muy preciso entre la voz del Espíritu y nuestra voz interior.

        Ciertamente, la unión íntima entre esas dos conductas es la que ha hecho en muchas personas una obra admirable de santidad. La mirada simple del corazón no está lejos de los admirables consejos de los entendidos en el espíritu; la fe, como acto de sumisión y de obediencia a la Palabra interior, tiene también su concordancia con la palabra exterior de la Iglesia. El espíritu libre y la adherencia del corazón tienen en la humildad su mejor fruto.

         De este modo el efecto primero de la contemplación es adherirse internamente al movimiento de la gracia y atenerse a las orientaciones del maestro espiritual que nos acompaña. El espíritu de la virtud es el compañero del espíritu de la contemplación, aunque muchas veces no se considere de este modo en un primer momento. Los que se dejan conducir por la gracia no huyen la dependencia humilde de un buen maestro del corazón.

          Explorar la geografía interior es llegar a hacerse un poco más experto en intimidad espiritual: que siempre es una ciencia oculta, porque la vida de la gracia es la vida escondida “con Cristo en Dios”, como nos recuerda la carta a los Colosenses. Es un operar del Espíritu en lo interior del alma, de una forma que no siempre comprendemos, porque actúa como un espeleólogo de nuestras simas: en lo recóndito de nuestro ser, en las entretelas del alma.

          Para entenderle un poco más íntimamente tiene uno que animarse a seguirle el rastro, a dejarse atraer por sus sugestiones, ya que nuestro espíritu siempre acompaña al Espíritu de Dios, y se deja encontrar por Él. Como un buen sabueso que sabe seguir la pista, no se quiere despistar de su presa, porque la invitación que siente es siempre suave y muy dulce, y el juego de esconderse y aparecer de muchos modos es una constante llamada a dejarnos introducir en el desierto de su amor.

         Allí, en ese desierto siempre pleno de soledad amorosa, es donde ansiamos escuchar sus voces. Como el que vuelve de una estéril experiencia afectiva, y ha frecuentado las sendas de la frustración, sabe que no hay otro camino, sino revolver en los espinos que le han cerrado el paso y descubrir en ellos la mano amorosa de Aquel que le sigue amando y le muestra el camino de la vuelta: el abrazo de la misericordia y el perdón.

 

Contemplar para dejar que el Espíritu nos inspire

 

El mismo Espíritu que a veces nos impide, como a Pablo, tomar una dirección determinada, es el que nos atrae y muy poderosamente para que le sigamos en humildad y paciencia adonde no queremos. Si nos mantenemos en un espíritu contemplativo podemos sentir internamente su conducta que siempre nos inspira, nos retiene o nos urge como sólo el Amor sabe hacer. Somos nosotros los que nos limitamos el paso demasiadas veces, y nos impedimos alcanzar el gozo íntimo de la rendición.

          En realidad no es que seamos nosotros más o menos dóciles a sus inspiraciones, es que el mismo Espíritu, haciéndose notar internamente, nos va conduciendo adonde, muchas veces, no queremos ir. La docilidad a la acción interior de Dios, que tan bien sabe consolarnos, es una docilidad como la humana, que busca esencialmente que nos dejemos llevar sin resistencias.

         La presencia del Espíritu es connatural a nuestro espíritu, de tal manera que, muchas veces, no sabemos bien ni siquiera distinguir esas dos presencias adecuadamente. Es algo tan nuestro como nuestros pensamientos y deseos, que siempre están informados por su Presencia, vivificados por su caricia, empapados en su acción balsámica y suavizadora. El Espíritu y nuestro espíritu son amigos y cercanos, tanto que nos parece extraño estar habitados por algo tan sutil y tan íntimo como su favor y gracia.

        No se trata de ningún ser extraño que nos ocupe el espacio interior y pugne por salir a la luz de nuestra conciencia; muy al contrario es la misma inspiración de la vida en nosotros, el sustrato de lo que pensamos, la cuna de nuestro sentir y existir. San Pablo nos lo muestra como íntimo a los más íntimos pensamientos del ser humano, entrelazado en su interior con las mismas fuentes refrescantes de la Vida.

         Sentimos sus impulsos, sus movimientos, o en un término clásico: sus “mociones”, como el agua que empapa la esponja de nuestro corazón y como el aire que inunda y revitaliza nuestros pulmones. Por supuesto que podemos ser rebeldes y resistentes a sus inspiraciones, pero resistiéndonos también a nuestro más íntimo pensar y querer. La dureza de nuestro corazón no es su realidad más propia, sino fruto del endurecimiento que nos van provocando los pecados. Nuestro corazón es más tierno y sensible a la acción de Dios y al sufrimiento de los pequeños de lo que solemos pensar, sólo que necesitamos un proceso más constante y activo de rejuvenecimiento.

        Hacer todas las cosas a su gusto, no es más difícil que hacerlas, en realidad, al nuestro. Siempre he pensado, y a veces lo he podido comprobar en mí mismo y en otros, que hacer la voluntad de Dios es siempre encontrar el punto de confluencia de nuestros propios y más profundos deseos con los deseos con los que Dios nos atrae hacia Él.

        Dios es más íntimo, por su Espíritu, al centro de nuestra interioridad de lo que solemos pensar. Más intimo aún que nuestra misma intimidad, como nos recuerda san Agustín. Ello quiere decir que sólo tenemos una forma de saberlo y gustarlo en nosotros: por el ejercicio del amor oblativo, por la dinámica del desprendimiento. La libertad de los hijos es la libertad total de quienes sólo buscan vivir sin trabas, desarmados, inviolables porque en su entrega radical están desprendiéndose de su siempre ansiada e inútil protección, y se muestran de verdad muy capaces de descubrir el punto crucial del torrente activo del Amor y la vida.

        Hacernos dóciles a las inspiraciones del Espíritu en nosotros es alcanzar una libertad fluida y esencial: es entrar en una comunión muy íntima con lo más hondo y real de nuestra vida, es dejarnos arrastrar por su dinámica escondida, y alcanzar de ese modo la medida de la madurez. Una medida que siempre nos devuelve a la desnudez y al esencial despojamiento del ser humano, es decir: a su entera y plena disponibilidad.

         No nos infantilizamos por dejarnos llevar por las inspiraciones del Espíritu de Dios, sino que crecemos en docilidad al misterio que nos habita y nos liberamos de la compulsión de una voluntad cautiva. Ésta, más que tirar de nosotros hacia fuera, hacia la alteridad y la vida, con frecuencia nos deja encerrados en la soledad de quien, por disponer enteramente de sí, sacrifica su plenitud y se separa del fluir escondido de la Vida.

 

Facilidad en el ejercicio de la contemplación

 

Con frecuencia nos encontramos sin fuerzas para seguir orando. Después de años de esfuerzo y método se nos acaban las ganas de rezar y nos descubrimos como desorientados y sin capacidad de seguir orando. El modo como nos hemos empeñado en relacionarnos con el Señor ha sido excesivamente formal e inadecuado y estamos dispuestos a dejarlo definitivamente atrás. Todavía nos puede un cierto malestar, que queda flotando en la conciencia, y que nos advierte de que si nos privamos de la oración, no tendremos fuerzas para mantener nuestros compromisos.

        Por otro lado, las alternativas que se nos ofrecen, de una oración más profunda, o de una introducción en la vía del silencio (siguiendo métodos orientales, seguramente) tampoco nos satisface. Las experiencias que hemos hecho a veces en este campo nos han confrontado con un método muy arduo y austero, no para todas las mentalidades ni para todos los sujetos.

        Seguimos soñando con encontrar otro método, menos exigente y más sencillo (le moyen facile, como decían los espirituales franceses del siglo XVII) que pueda servir a la mayoría y que sea genuinamente cristiano. Un método que nos ponga en contacto con el misterio de Dios, hecho palabra para que le entendamos, hecho hombre sencillo que convive entre nosotros y nos ama.

        Estamos deseando un método de oración que nos haga accesible y cercano el Evangelio, que nos aproxime a la persona de Jesús, no el de entonces, hace tantos siglos, sino el de ahora, el Jesús vivo y actuante en el tiempo de hoy, en su Iglesia. Es decir: un método que nos haga penetrar sencillamente en su misterio, sin tener que domesticar y forzar nuestro interior, sin tener que iniciarnos en un complejo y largo camino de ascesis y de centramiento interior.

        Sinceramente creo que necesitamos descubrir de nuevo la oración contemplativa como modo de acceso al Jesús vivo, como capacidad de volverle a ver, de oírle decir sus palabras, de poder sentir y gustar su Presencia cercana, de atrevernos a saber de Él de un modo propio y personal, guiados por su Espíritu, que desde el corazón, nos adiestra y nos prepara para poder hacerlo.

        Contemplar no es un método difícil. Hay que ponerse, es cierto. Deberemos hacer el esfuerzo de utilizar los “medios pobres” a nuestro alcance. Ciertamente, sin ellos no se avanza por el camino de la contemplación, ya que son sencillos pero insustituibles, pero puestos según un modo y orden que no está hecho para espirituales muy avanzados, sino para cualquiera que se quiera disponer a abrir el corazón a la acción de la Gracia.

        La facilidad del método es su mayor riqueza: se trata, con un espíritu evangélico, como los sencillos del Reino, de dejarnos abrir las puertas de los sentidos y de ganar imaginativamente un lugar oracional en donde “ver las personas”, “oír lo que hablan” y “mirar y considerar lo que hacen”. Es decir: dejarnos empapar por el misterio haciéndonos presentes a él con un poco de imaginación y de paciencia.

        Creo que nos jugamos mucho en volver a mostrar el camino de la contemplación de los misterios evangélicos para nuestra generación. Gente dispuesta a entrar por métodos muy difíciles, aunque sea por esnobismo, pero que ya no puede seguir con una oración discursiva, que le conduce a la duda de si está hablándole a Dios o escuchándose a sí mismo o a sí misma.

 

“Tú imagen sobre mí bastará para cambiarme”

 

La frase es de Pedro Arrupe y tiene su miga. La contemplación reiterada de la figura de Jesús es un gran medio de transformación interior (y aun exterior!). Ciertamente habrá que ponerse a descifrar su sentido profundo, que lo tiene, y dejarnos suscitar las preguntas adecuadas. A medida en que vamos contemplando los misterios del Señor, y vamos despertando los sentidos espirituales, también se va imprimiendo en nuestro corazón su Imagen amorosa.

        Es un efecto muy conocido: Jesús, como Icono del Padre, que desde el origen de la creación ha ido imprimiendo su Palabra creadora que sustenta el mundo, ha venido a plantar su Tienda en medio de nosotros. Y por esta nueva obra recreadora, el rostro y la imagen del Hijo amado, obediente hasta la muerte, ha rescatado aquella imagen y semejanza primera empañada por el pecado, y nos va transformando en una imagen aún más gloriosa.

        Forma parte de la teología paulina la idea que estamos expresando: nosotros, no como Moisés, que se tapaba el rostro con un velo para que pudieran ver los israelitas el resplandor, después de hablar cara a cara con Dios. Nosotros, con el rostro descubierto, reflejamos una gloria aún más excelsa porque es obra del Espíritu en nuestro corazón y en nuestro cuerpo (2Cor 3,12-18).

        De manera que el Espíritu del Amor nos ha destinado a reproducir la Imagen de su Hijo, a fin de ser el primero entre muchos hermanos (Rom 8, 29). No solamente a reproducirla, sino a ir transformándonos poco a poco en esa misma Imagen: tal es el destino y vocación a que se nos envía.

        No puede ser de otro modo, sino en una paciente y gustosa contemplación de la Imagen de Jesús, como nos iremos revistiendo de él, y seremos configurados a su Imagen. Entonces se podrá decir en verdad que lo que nos transforma no son nuestros esfuerzos, sino su Gracia. Con la expresión “bastará para cambiarme”, alude Arrupe a dicha acción interior, fruto de la asidua contemplación de Jesús: de sus palabras y sentimientos, de sus acciones y deseos. Sólo de este modo alcanzamos la verdad de nuestra vocación y nos vamos configurando a Cristo Jesús, para que se vaya haciendo el único protagonista de nuestra pobre vida.