Te enseñaré el fervor



 DESENTERRAR EL TESORO

Para la etimología, “apocalipsis” significa des-cubrimiento, sacar a la luz lo oculto, desvelar lo encubierto. El Dios que se esconde tiene que emerger a la luz, el tesoro oculto en el campo debe ser desenterrado, para, después de venderlo todo, comprar aquel campo. Además es un género bíblico: el libro de Daniel en el antiguo testamento, el Apocalipsis de Juan en el nuevo. A éste vamos a seguir en estas páginas “para desenterrar el tesoro”.

“¿Quién es digno de romper los sellos?” (5,2) Esta es la pregunta clave: ¿quién puede abrirnos el libro de la Vida? Lo escondido de Dios es una vida oculta, negada ante los ojos del mundo. Es una ignorancia culpable que no quiere ver, ni oír. Que se cierra en el egoísmo de la mordedura de la serpiente primordial y se niega a abrirse a la alteridad a la vida. ¿Por qué siempre nos sucede que nos empeñamos en la ceguera obstinada en su oscuridad?

El Libro de la Vida es imagen del árbol de la Vida, cifra del Paraíso. Cerrado y sellado desde el primer pecado y vigilado cuidadosamente por un ángel con espada de fuego. Es un lugar prohibido para toda criatura, que tiene que cargar con la culpa y la carencia primordial. Lo escondido es lo prohibido para el pecador, aquello que no nos permite recuperar la vida. ¿Qué es lo más oculto que nos resistimos a revelar?

El Cordero degollado es el único digno de entre los mortales. El único que puede abrir de nuevo el libro de la Vida y romper los sellos que lo mantenían cerrado para siempre. Inocente que guarda silencio ante el que le trasquila la vida, ante el que quiere llevarle al matadero, sin abrir la boca. Su silencio es la medida de su entrega, de su palabra escondida y secreta. ¿Cómo nos puede romper los sellos del corazón y desplegar ante nuestros ojos el libro de nuestra vida?

“Has comprado con tu sangre gente de toda raza, pueblo y nación” (5,9). La dignidad del vaciado de Dios, del desarmado por amor es patente en la profusión de su sangre, en el símbolo de su vida entregada, de su amor mostrado. Nuestro futuro siempre es promesa desde unos signos que sellan la nueva alianza, el nuevo pacto liberador y fraterno. ¿Podremos aceptar esa Fragilidad entregada como tesoro abierto, como camino franco?

“No temas, yo soy el primero y el último” (1,17). Es su primera palabra tras volver del abismo de la muerte. El miedo es siempre lugar del pecado, sello de la culpa. Por miedo no nos atrevemos a afrontar la muerte y perecemos. El miedo nos paraliza y nos detiene el flujo de la vida. Por eso liberarnos del miedo es comprender la palabra verdadera que encierra, y que no nos atrevemos a desvelar. ¿Cuáles son los miedos que nos atenazan el futuro?

“Yo soy el que vive” (id). El que era en el principio, origen sin origen, el Primero y el Último. Es decir: el dueño del tiempo porque lo ha vencido, ha dominado el poder de los instantes que nos van rebanando la vida poco a poco, crucificándonos a los límites del mundo. El que vive y es capaz de trasmitirnos la Vida, la plena, la verdadera, la vida abundante de la que siempre carecemos. ¿Le reconoceremos entre los sepulcros en los que le buscamos?

“Escribe lo que viste” (1,19).Lo que vieron nuestros ojos, lo que contemplaron, lo que tocaron nuestras manos de la Palabra de Vida”. No podemos guardar por más tiempo el secreto, tenemos que hacerlo oír donde aún no ha sido descubierto. Es una alegría y un compromiso: una obligación de transparentar mejor la dulzura de la entrega, el amor que sabe amar, que espera, que sufre… ¿Cómo podremos escribir de nuevo la vida ya vivida, cómo abrirla a otra visión, a otro derrotero?

CARTA A LA IGLESIA DE ÉFESO

“Tengo contra ti que has abandonado el amor primero” (2,4). Lo que más nos cuesta es reconocer por entero la pérdida. Nos cuesta, porque sabemos que se nos dice una verdad que no está en nuestra mano, que no podemos conseguir con nuestra propia inteligencia. Se nos echa en cara lo que sufrimos y no reconocemos. ¿Por dónde se nos está escapando, en realidad, la vida?

 Somos el amor primero. Es nuestra verdad más esencial: todo lo que somos se lo debemos a quien nos amó primero, a quien nos dejó un sello de su amor en nuestra alma, en el fondo de nuestro frustrado corazón. ¿Cómo recuperar esa historia oculta del amor que nos ha marcado a fuego? Las constantes frustraciones, las repetidas traiciones amorosas, ¿quizá nos han dejado débil la voluntad para remontar el camino, para buscar la fuente… escondida?

“No hagáis daño a la tierra, ni al mar”(7,3). Ni a los árboles, ni a la hierba del campo, ni a los pájaros libres, ni a cualquier brizna de la vida. El amor está en el cuidado de la vida, de lo que tiene Vida, aunque sea, y precisamente quizá por ello, una vida amenazada, la del amor oculto. La Presencia vital es muy frágil, cualquier descuido la puede apagar, cualquier ignorancia la detiene. ¿Cómo estar más presentes a la vida, más lúcidos a sus inspiraciones, más atentos a su cuidado amoroso?

“Hasta que no sellemos en la frente a los siervos de nuestro Dios” (id). Estamos sellados por su aliento, cuidados por su amor providente, alcanzados en el centro de nuestro cuerpo de carne, en la frente del corazón. Los que nos dañan, a los que dañamos, son también impronta de la luz de Dios, están viviendo de su chispa vital, amando y respirando de su misma corriente de Vida. ¿Cómo nos adelantamos a sus derechos, cómo nos desvivimos por su vida?

 No podemos sustituir a Dios en nuestras relaciones. Él sigue siendo el Primero: prioritario en la gracia, amasador de nuestra arcilla que la hace y deshace a su gusto. Primero en el perdón y en la reconciliación de lo que está dañado. El que nos llama constantemente a la Vida, a rehacerla, a revivir lo muerto. ¿Podremos hacerle más vivo en nosotros y hacernos más presentes a su gracia?

 Los deseos prestados nos desconciertan.  Bien sabemos que no nos podemos fiar de la dispersión de nuestros deseos. Vivimos dentro de una esfera de estímulos y de pulsiones, de deseos que otros cultivan por nosotros y nos inoculan en el corazón.  Sabemos bien de nuestra desmesura, de nuestro desespero, de nuestra loca compulsión. ¿Cómo aprender a deshacernos de ellos? ¿qué podemos desear y anhelar realmente?

 La vida se nos reparte para que la transmitamos. Somos generativos desde lo más profundo del corazón y podemos ser “madres” unos de otras y otras de unos. Pero, para ello, deberemos estar más atentos a los movimientos del corazón, a aprender de sus más leves oscilaciones. ¿Nos reconocemos capaces de transmitir la riqueza y la debilidad de nuestra vida?

“Al vencedor le permitiré comer del árbol de la Vida” (2,7). También con Él seremos capaces de vencer, en medio del sufrimiento de la vida. La muerte no tiene ya la última palabra, porque el Viviente se la ha arrebatado volviendo de la tumba. Vencer con Él es  nutrirse de nuevo, recuperar el derecho a comer del árbol de la Vida. Aquel del que ya no cuelga ninguna prohibición. ¿Nos hacemos capaces de resistir hasta la sangre para aprender la obediencia y recuperar la ingenuidad original?

“El árbol que está en el paraíso de Dios” (id). Ahora el paraíso ya no será de esta tierra: es el reinado de nuestro Dios quien lo ha abierto de nuevo, y la victoria de su Mesías. Está aquí, entre nosotros, pero es un terreno liberado que el Amor nos ha abierto en el corazón. ¿Cómo gustar sus frutos sin arrebatarlos? ¿Qué significa para mí nutrirme de esa Vid verdadera en la que se nos invita a injertarnos?

 Somos la Iglesia de Éfeso (2,1-7). Escuchamos la voz del Viviente que nos llama a repensar el amor, a entrar aún más adentro de nuestro frío corazón y volver a tomar conciencia de lo que hemos perdido. Nuestra propia historia escondida debe salir a la luz y volver a descubrir su oculto Protagonista, su amor que nos conduce y nos sana. ¿A qué nos está invitando su voz amorosa? 

 CARTA A LA IGLESIA DE ESMIRNA

“No te asustes por lo que has de padecer”(2,10). Salir del desencanto tiene sus propios recorridos: deberemos aprender a perder el miedo, a desenchufarnos de las dependencias, a ordenar el corazón. Nunca se nos hace fácil la ruptura, el destete, dejar atrás lo viejo amado pero inservible. ¿Cómo hacer el éxodo del propio amor sin añorar los ajos y cebollas de Egipto?

 Enterrar el tesoro y venderlo todo. Cuando se ha descubierto el origen de nuestra frustración, los signos de nuestro fracaso, estamos a punto de valorar de nuevo el tesoro escondido. Pero aún queda una tarea difícil, porque no somos los dueños del campo de nuestro corazón. Tendremos que venderlo todo para acceder al disfrute de lo valioso que hemos descubierto. ¿De qué nos vamos a tener que desprender?

 Desvanecidos sobre una corriente de vida. Esa es la verdad de nuestro pobre vivir: estamos cerca de la corriente y nos morimos de sed! El desencanto nos debilita y nos olvidamos de dónde tenemos la fuente impetuosa. Pasamos sobre ella tan descuidados! ¿Cómo podremos volver a ahondar en las propias entrañas para tocar esa agua Viva que nos refresque el alma?

“Toma el libro pequeño y cómetelo!” (10,9). El mensaje del ángel radiante en pie sobre el mar y la tierra es una llamada urgente a la protesta, a la denuncia ante el mal cometido o sufrido. Comer el pequeño libro es asimilar la Palabra de Dios, rumiarla en el corazón y saborear tanto su dulzura como su amargura. ¿Nos atreveremos a ello?

“En las entrañas te amargará, en la boca sabe a miel” (id). No se nos está diciendo nada que no conozcamos por experiencia: ¡hay tantas cosas que al principio nos agradan y después nos dejan tristes y amargados! ¿Pero qué puede significar eso referido a la Palabra de Dios que se nos dirige? ¿Qué es primero la dulzura del amor en el paladar o sus exigencias abrasadoras en las entrañas? ¿Sabremos aceptar el amor oculto en todas sus consecuencias?

 Ruge el león, ¿quién no se asusta? La Palabra del Señor ante nuestra insensibilidad culpable es un rugido de alerta. Como el león nos previene de su ardoroso celo, de su palabra ardiente. Si el Señor nos habla, con su urgente deseo, ¿cómo no escucharle y hacer lo que Él desea?

¿Cómo rehacer de nuevo el talante de la vida? Estamos tan habituados a lo cotidiano, tan empapados en la rutina de nuestra neutralidad, que se nos hace difícil volver sobre nuestros pasos perdidos. Para sensibilizarnos más al impacto del Dios oculto en nuestro corazón, ¿cómo cambiar los hábitos, ralentizar el paso, aprender a tocar con mayor delicadeza?

  Los buscadores que son encontrados. Eso somos. Al buscar a Dios nos encontramos fácilmente con nuestro propio reflejo. Creemos buscarle, pero sólo damos vueltas alrededor de nosotros mismos, como en una noria. Repetimos los gestos envejecidos y nada descubrimos. ¿No será que tendremos que pensar que primero debemos ser encontrados por el Dios que se esconde?

“Al vencedor no le haré padecer la muerte segunda” (2,11). La idea de una segunda muerte no deja de ser muy atractiva. Sobre todo porque en la primera nos purificamos de todo lo viejo e inservible de la vida. Podemos llegar a ser los muertos que están bien vivos, porque se han entregado y han sido rescatados. ¿Pero quién nos podrá librar de la aniquilación total, de la muerte segunda?

 Somos la iglesia de Esmirna (2,8-11).  El Amor que vence conoce bien nuestra pobreza y sabe que nos enriquece sin medida: si sabemos hacer de la penuria generosidad y entrega. Conoce nuestro corazón porque ha sido probado, y ahora quiere mantener la fidelidad más exigente. Pero también sabe de lo que nos asusta morir, de lo que nos atenaza la dureza de dar sin esperar Recompensa. ¿Cómo nos haremos más dignos de la fuerza resistente de su cariño?

CARTA A LA IGLESIA DE PÉRGAMO

“Sé donde habitas…”(2,13).  El Espíritu, que es el que nos habla al corazón, conoce nuestra más íntima morada. Sabe bien de nuestros otros huéspedes, de nuestra vulnerabilidad ante ellos, de lo fácil que les resulta instalarse allí, al encontrar nuestra casa dispuesta y arreglada. ¿Es nuestro interior morada suya o trono de señores indeseables?

Nuestro corazón se prostituye. Porque, en lugar de estar abierto solamente para Dios y para el hermano, se convierte en un mercado de voces y de demandas. Comprar y vender en lugar de dar y recibir. ¿Para cuándo el rescatar ese lugar de inviolabilidad recogida e íntima? ¿No sabemos reconocer en nosotros la falta de coraje para retirarnos en soledad?

Podemos descubrir nuestro propio lugar. Cada uno tenemos un lugar propio, privilegiado: el de nuestra propia madurez. Aquel reducto en el que hemos aprendido a dejar posar el flujo de lo vivido, de lo amado. Desde el que podemos reconocer el don y vivir la entrega. Desde el que nos sabemos humanos. ¿Cuánto de nosotros se nos desgasta en vernos desde afuera, con los ojos de los otros? Así no acertamos en la medida de la vida…

Lo que le estorba al corazón no es la presencia de las cosas, sino la ausencia del amor. Por el contrario, lo que nos falta es capacidad de presencia: a nosotros, al hermano, al mismo Dios. Lo que nos estorba es la opacidad en la que vivimos, la oscuridad de lo que no está habitado, pleno. ¿Sabremos hacernos más transparentes a esa Presencia del Dios que se esconde, y que nos abre el corazón al mundo, a los hermanos?

“Enviaré a mis dos testigos que profetizarán” (11,3). Aquel que profetiza es el que arriesga su vida. No podemos tener ojos perfectos para ver el futuro, sin romper el orden del batallón que marcha… ¡hacia el precipicio! Entrar dentro de sí, es una llamada a mantener viva la llama de lo improbable, a dejar entrar la luz nueva. ¿Cómo nos haremos capaces de escuchar más y mejor la profecía que nos incomoda? 

A Dios le perdemos por inconsciencia, porque con su empuje nos sentimos violados en la intimidad, porque tememos que nos toque lo desconocido. Dejamos de abrir el corazón para no tener que aceptar el escándalo de nuestro desamor, el miedo de nuestra insensibilidad egoísta. ¿Aprenderemos a dejarnos amar sin miedo, francamente, sin barreras, alguna vez?

¿Qué quiere decir encontrar a Dios? Encuentra a Dios el que se desprende de todo lo demás, aquel que no busca en otro lugar un sucedáneo de felicidad, de gratificación. Dejar lo hueco por lo lleno, lo pobre por lo generoso, lo estéril por lo que da fecundidad y vida. ¿Podemos decir que le encontramos sin salir del todo de nosotros mismos?

“Al vencedor le daré un maná escondido” (2,17). Nos nutrimos de lo escondido, de las fuentes subterráneas en donde bulle la vida. El alimento para nuestro cuerpo y nuestra alma tan frecuentemente desvanecidos, está a la mano; estamos al lado de torrentes impetuosos… Pero tenemos que ahondar, llegar hasta el fondo del corazón. ¿Seremos tan insensibles como para despreciarlo?

“Le daré una piedra blanca…” (id). Esa piedra blanca que tiene grabado un nombre nuevo y que sólo conoce el que la recibe, es la inmortalidad por la que estamos marcados. Es un símbolo hermoso que nos hace pensar en el fundamento de nuestra victoria: la cruz del Señor. ¿Nos sabemos poseedores de un tesoro escondido, de un nombre nuevo que debemos desvelar?

Somos la Iglesia de Pérgamo (2,12-17). Como ella queremos mantener vivo su nombre: el del Viviente al que adoramos. Pero también permitimos y escuchamos otras voces en el ámbito secreto de nuestro corazón. Toleramos la entrada de discursos idólatras y fornicamos con la mente y el corazón. ¿Cómo podemos escuchar mejor con el corazón, y aprender la obediencia de la fe?

CARTA A LA IGLESIA DE TIATIRA

“Yo soy el que examina entrañas y corazones”(2,23) El amor agudiza siempre la mirada y despierta el corazón. Escrutar lo escondido es una obra de quien se hace presente a nuestros más íntimos pensamientos, porque nos quiere. El acoso de Dios sobre nuestra vida es el del enamorado que quiere entrar en lo recóndito de la alcoba. ¿Cómo vivimos al amor que nos sondea, que nos conoce por dentro?

  La Palabra de Dios es una fuerza de corrupción. Siempre nos busca en lo cotidiano, en el saber tozudo de cada día, para introducir una duda, un interrogante que nos cuestiona y nos altera el orden de las cosas. Es un amigo inoportuno para nuestra senda de infidelidades consentidas, para nuestro contentamiento egoísta. ¿Cómo no dejarle desmoronar nuestras buenas razones, nuestra inútil esterilidad?

Conocer mejor la dinámica de nuestros locos deseos es un imperativo para descubrir y gozar la recuperación. Debemos volver, una y otra vez, al salón de los pasos perdidos de nuestra ambición. Nos encontramos tantas veces extraviados sin saber por dónde caminar… ¡Tantas veces siervos de nuestra propia voluntad y deseo cautivo! ¿Cómo vivir más en la verdad, en la humildad, en la paciencia del deseo ardiente?

 Podemos aspirar a la calidad de lo que ya es, pero aún no se ve. Porque la fuerza escondida del Evangelio tiene que dejar notar más su presencia en todos los ámbitos de nuestra vida. Las bienaventuranzas son las puertas, bien reales, por las que podemos acceder al don escondido. ¿En cuál de ellas descubrimos el celo para imantar la entrada más personal?

 La manifestación de Dios se muestra en el abajamiento del Siervo. El vivir de Dios en lo escondido de Jesús es la única verdad de lo que se nos revela. La humanidad de Dios, al aparecer Jesús, en nuestra tierra es el desvelamiento de su misterio divino. El nos muestra lo que, en verdad, somos, podemos ser… ¿En qué grado nos atreveremos a recibir el don de su humanidad restauradora?

“Una gran señal apareció en el cielo…” (12,1) Una mujer victoriosa y sufriente, vestida del sol, que grita con los dolores del parto: conocedora del padecer, porque está en trance de dar a luz la humanidad nueva. De nuevo una vida amenazada por el Mal, por el dragón primordial. La humanidad entera, como María, de parto: ¿cuál es la esperanza de renovación que se nos regala? ¿Cuáles son los sufrimientos que nos deparará…?

 “La mujer huyó al desierto…” (12,6), donde Dios le tiene reservado un lugar de seducción. Como a ella, también a nosotros se nos quiere conducir a lo escondido del amor primero. Adonde seremos nutridos de nuevo con una palabra que nos hablará al corazón y nos sanará de todos los males. ¿Cómo respondemos a la seducción actual de Dios en nuestra vida?

“Basta que conservéis lo que tenéis hasta que yo vuelva” (2,25). El don se multiplica desde la fidelidad a sí mismo. No podemos ambicionar nada mejor que saber que se nos fecunda con una palabra de Vida. Conservar la palabra del Señor es mantenerse en el amor que nos tiene. ¿Nuestro amor se va haciendo cada día más amor adulto, perseverante, que no ceja?

“Al que venza hasta el final le daré poder sobre las naciones” (2,26). Es el poder de Jesús recibido de su Padre: poder para entregarse y para regalar la vida. Poder de alimentar en buenos pastos y frescas aguas, de conducir bajo un cayado que sosiega… Y recibir la estrella matutina, como prenda del Resucitado que vive para siempre! ¿Cómo percibimos ese poder del amor en nuestras manos frágiles?

 Somos la Iglesia de Tiatira (2,18-29). El Señor tiene para nosotros una invitación a la paciencia, a la honradez. Valora nuestros deseos de cambio, prefiere lo reciente a lo antiguo: obras renovadas en su Evangelio, en su vida. Pero tiene contra nosotros que no somos vigilantes a su Palabra y nos dejamos atraer por otras causas. ¿Podremos escuchar mejor lo que el Señor nos anuncia?

CARTA A LA IGLESIA DE SARDES

Pasas por vivo y estás muerto” (3,1) El sueño es pariente de la muerte, aquel que parece despierto está adormilado, el que parece vivo está muerto. El Señor es duro al desvelar nuestra superficialidad pecadora: aparentamos la vida; pero lo que colorea nuestras mejillas no es nuestra vergüenza, sino el desorden culpable. ¿De qué actitudes deberemos despertar a nuestro corazón?

Salir y entrar del corazón es como ir de Dios a Dios. De la intimidad recogida a la implicación compasiva. Del Dios compañero al hermano que se nos regala como prójimo. Las moradas del alma son un verdadero laberinto para el deseo amoroso y debemos recorrerlo más frecuentemente. ¿Cuáles son los pasajes reconocidos por ti para ir del Dios escondido al hermano? ¿Y viceversa: del hermano a Dios?

Recuerda lo que recibiste y escuchaste” (3,3). Deberemos vigilar mejor el fuego del hogar de nuestra casa, alertarnos más sobre lo que aún está muerto en el corazón. La memoria agradecida es una fuente de conversión, de rehabilitar el deseo. ¿Cómo cambiar la habitabilidad de nuestra casa? ¿Cómo darle a él y a su palabra una mejor morada?

“Si no estás en vela, vendré como un ladrón” (id) La noche es el tiempo de la visita, pero hay que estar en vela, para que la oscuridad se haga luz en su Presencia amorosa. El Señor quiere honrarnos con su contacto, nos muestra los efectos dulces de su invasión. ¿En qué aspectos podemos percibir ese nuevo anuncio de su amor? ¿Cómo nos va cambiando el Dios que se esconde la vida?

“La fiera hace grandes señales en el cielo” (13,13) Engaña a los habitantes de la tierra, con sus señales maravillosas. Es poderosa en su despliegue y alcanzan sus líneas de fuego hasta al cielo. Es el poder y la destrucción, el dominio despótico que nos marca a todos los habitantes de la tierra. ¿Nos sentimos registrados en el libro de la vida y vencedores, por tanto, del mal del mundo?

Debemos tomar en serio la guarda del corazón. Nuestro lugar escondido y secreto debe ser más vigilado, más protegido. Porque al explorar la geografía interior, lo que descubrimos es un descuido grande de su impacto amoroso. Nos valemos de la propia seguridad y no nos abandonamos a su dulce y suave atractivo. ¿Sabremos recuperar las huellas de su presencia en nuestra vida?

Experimentar la libertad de los hijos e hijas de Dios es liberarnos de nuestra compulsión autojustificadora. Es descubrir el lugar máximo de confluencia entre su Deseo y los nuestros. Aprender a soltarnos y dejarnos flotar en sus aguas tranquilas, hacia las que siempre conduce nuestro espíritu. ¿Cómo podremos dejar fluir con libertad nuestro querer en Dios y en su Evangelio?

“Vestidos de blanco se pasearán conmigo…” (3,4) La vestidura blanca es símbolo de purificación, de haber sido lavados por la nueva vida, por la entrega confiada, por el amor sufriente del Cordero. Somos dignos de compartir con él ese paseo de gloria, porque hemos bebido de su Espíritu y nos hemos solidarizado con su muerte vivificadora. ¿Hasta dónde nos dejaremos llevar de la mano del Amigo por esas veredas del perdón y la misericordia?

El nombre del vencedor no se borrará del libro de la Vida” (3,5). Lo que quiere decir que nunca caerá en el olvido de su amor benevolente, porque está grabado definitivamente en su Corazón. Más aún será confesión ante su Padre del cielo, porque es la señal de un amor que no acabará nunca. ¿Nos sabemos, de verdad, agraciados por su amor, tatuados en la palma de su mano?

Somos la Iglesia de Sardes (3,1-6). Se nos ha elegido desde el principio y se nos recuerda la fidelidad primera: el Señor robustece día tras día nuestra debilidad y saca brillo a lo que se ensombrece en nosotros. Nos avisa porque nos ama. Nos prepara una morada con Él para siempre en el seno de Dios por su Espíritu. Valoremos la corrección y hagamos vida su Palabra.

CARTA A LA IGLESIA DE FILADELFIA

"Mira, te he puesto delante una puerta abierta que nadie puede cerrar” (3,8). Tal es el don: un sí que nadie puede negar, un espacio abierto, un acceso franco para la intimidad y la vida. El Señor Jesús es el que nos abre el camino, Él mismo es el camino hacia al fuente original, hacia la comunión plena con la inmortalidad. El es el veraz, el que tiene en la mano la llave de David. ¿Cómo nos aprovechamos de esa confianza extrema en el amor que se nos ofrece ahora y para siempre?

“Aunque tienes poca fuerza, has guardado mi palabra” (id). Guardar su palabra es sentir en el alma el paso de su amor, de su cuidado, de su gustada Presencia que no nos abandona. Guardar su palabra es mantener intacto el mensaje, hacerlo fe viva en nuestro frágil corazón, que no siempre sabe permanecer atento, que se cansa, que se debilita de muchos modos. ¿Cómo guardar el misterio de su amor en nuestra carne frágil?¿Cómo sentir su fuerza que nos rehabilita el deseo inmenso?

Amar es quedarse sin puntos de amarre, desubicados. Los caminos del amor nos van conduciendo, poco a poco, a un nuevo terreno en donde sólo brilla la confianza. Nos van llevando a perder pie, a un no saber que sólo es vencido desde la entrega más entera, desde la libertad del corazón enamorado. ¿Podremos vivir de ese Amor frágil, que de tan generoso nos inunda y nos desborda siempre?

 El amor se oculta en nuestra biografía amorosa. Se oculta en el momento en que le presionamos, en que pretendemos hacer de su luz tenue, manifestación gloriosa y brillo deslumbrador. El amor ama la penumbra y se recoge mejor en el secreto de la media luz, de lo sólo entrevisto y no patente. Sabemos que nuestra biografía es el recorrido oculto de la fuente que no deja de manar… ¿Es el secreto del amor lo que buscamos, lo que reconocemos?

“¡Que nadie te arrebate la corona!” (3,11) La cercanía del Señor a nuestro corazón ansioso es siempre el fruto de la inminencia de su amor, de su cuidado. Nuestra corona y nuestro gozo es sabernos así: cuidados entrañablemente por su amor presente. La alegría del corazón siempre es el fruto del amor que se goza en la presencia. ¿Cómo vivir más y más en la confianza de que nadie nos puede arrebatar lo que no hemos conseguido, lo que se nos ha regalado gratuitamente?

Cuidarse de sí es abandonarse, descuidarse. Sólo podemos dar a luz la Luz si nos abandonamos, si dejamos nuestro afán olvidado entre las flores del campo. Nos abandonamos si nos precavemos del egoísmo que nos encierra y nos ata, que no libera las fuerzas dormidas del corazón. Al dejar la preocupación de las cosas necesarias, descubrimos el gozo de la gratuidad entregada. ¿Sabremos mirar, tan confiados el futuro que seamos capaces de no traicionarlo con nuestras pobres expectativas?

“Ha llegado la boda del Cordero, la novia está preparada” (19,7). La voz que escuchamos salir de lo alto es como el rumor de aguas torrenciales, como fragor de truenos… La fiesta a la que se nos convoca es una boda alegre: la novia dispuesta es la humanidad renovada por la gloria que le ha ganado el Siervo. Su traje de blanco lino son las buenas obras de todos los consagrados. ¿Cómo nos vestiremos el traje de fiesta para el banquete? ¿Sabemos que estamos en la lista de invitados?

Podemos caminar los caminos de la ascensión del corazón. Nuestra vida no alcanza su culmen en la satisfacción de los deseos, sino en la ascensión del corazón. Nos elevamos al entrar más y más en el laberinto del amor, al hacernos más incapaces, más perdidos, más libres… ¿Cuáles son las etapas que ya hemos recorrido? ¿Cuáles las que aún deberemos recorrer?

“Al vencedor le haré columna en el templo de mi Dios” (3,12) La columna sellada alberga el gozo de un nombre nuevo. Nuestro Dios es que nos marca con su amor y nos señala una nueva ciudad, la suya, que se nos hace plaza fuerte y escudo de refugio. No nos dejará otra vez en la intemperie, sino bajo su amparo y en paz. ¿Somos columna que sostiene su propia gloria? ¿Cómo vivimos en el fundamento de su amor?

Somos la Iglesia de Filadelfia. Recorrer los caminos ocultos del amor nos hace peregrinos de la misericordia. Sólo reconociendo que el Señor nos ama podemos caminarlos hasta el final. Pero ese reconocimiento se apoya en nuestra propia debilidad y en la fuerza de la fe que se ve probada a lo largo de nuestra vida. El Señor nos promete su pronta venida y la victoria del sello divino en nuestro propia carne lo atestigua. Escuchemos y llevemos sin ansiedad un mensaje de puertas abiertas, de entrada franca en su morada.

CARTA A LA IGLESIA DE LAODICEA

"Conozco tus obras, que no eres ni frío ni caliente” (3,15) Que podamos reposar nuestra soledad en quien la convierte en comunión: ese es el misterio del Dios que se esconde. Pero el miedo ancestral, la culpa repetida nos hacen precavernos de esa unión sanadora. Nos quedamos en medio, sin misterio y sin compañía, ni fríos ni calientes… El amor que no entrega, termina por perder lo que anhela guardar. ¿Cuándo comprenderemos finalmente que debemos perder para ganar la vida?

"No te das cuenta de que eres miserable, pobre y desnudo” (3,17). Nos creemos ricos porque acumulamos, y pobres porque se nos despoja de lo nuestro bien valioso. Pero la conciencia de la muerte nos trastoca las dimensiones de la felicidad. Sufrimos con la pérdida de los que amamos, pero la voz del pecado nos confirma en lo ineludible. ¿Cómo vivir la muerte en la intensidad sin límite del deseo?

En el dolor intenso se nos revela la desnuda verdad. En la experiencia de desolación descubrimos un despojamiento virtual de lo que somos que nos enriquece, aunque nos haga sufrir. Nos sitúa en la verdad esencial: criaturas inermes, falibles, dependientes… Se nos regala la garantía de una ruptura que nos transforma. ¿Cómo hacer más viva nuestra conciencia de cambio, si no somos capaces de morir a nosotros y al mundo?

"Mira que estoy a la puerta llamando…” (3,20) El vencedor de la muerte está llamando a nuestra puerta cuando su gracia nos visita. No es una presencia ajena, sino bien propia: nos alerta sobre la futilidad de todo recurso humano, nos abre los ojos a la renovación de todo. El verle a él resucita a los muertos. ¿Nos llama, de verdad, desde la otra orilla? ¿Cómo abriremos la puerta para que entre al cenador del corazón?

Aceptar la fragilidad como la sede del amor es reconocer la memoria ardiente de otra forma de vida. Vida después de la vida, muerte pascual del deseo que nos llama a consumar el sacrificio liberador. Todo queda vacío de sentido, pero todo queda transformado. Llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús. ¿Somos luz que transparenta esa muerte en nuestro mundo?

"A los que yo amo, los reprendo y corrijo” (3,19). Las pruebas del amor son la aceptación que nos moldea la arcilla de la que estamos hechos y nos calma la ansiedad de la muerte. Los que ya hemos muerto en Cristo estamos sembrados como semilla de renovación en el campo de la historia. Dejaremos atrás la pretensión idolátrica de nuestro deseo y entraremos de su mano en la Vida. ¿En qué aspectos de nuestra vida nos dejamos reprender y corregir?

“Vi un nuevo cielo y una nueva tierra…” (21,1) El Señor que, vencedor, todo lo renueva, es quien enjugará las lágrimas de nuestros ojos. Ya no habrá llanto, ni dolor, ni miedo, porque habrá pasado la primera tierra. La importancia de nuestra existencia corporal, ya resucitada, es participar de la Gloria del jinete Fiel y Veraz que triunfa sobre los dueños de este mundo. ¿Sabremos participar de su triunfo sin haber compartido también sus padecimientos?

Los que hayan muerto, renovaran la tierra. No podría ser de otro modo. Vivir desviviéndose es morir a uno mismo. Esa es la enseñanza del Gólgota. Los que se hayan dejado desprender de la codicia de la vida son los que, como los lirios del campo, hoy son hermosos y mañana son arrojados al fuego. Somos los seres sin atributos, herencia gloriosa de su Gracia, favor del Amado. ¿Es nuestra existencia la prueba de esa palabra renovadora, a la vez trágica y festiva?

“Al vencedor lo haré sentarse junto a mí en el trono” (3,21). Esta es la invitación a dejar ser al amor el Dueño absoluto de todo lo que somos. Abrirle la puerta a Aquel que está llamando y lo que quiere es sentarse a nuestra mesa y compartir la humilde cena. Sentarnos junto a él, para reclinar la cabeza y escuchar el latir de su Corazón. ¿No es esta la nostalgia oculta de todo nuestro anhelo?

Somos la Iglesia de Laodicea. Somos vida y no podemos escaparnos de ella. Estamos hechos para el amor intenso, aunque la frialdad nos cerque la mirada. La tibieza de nuestro corazón nos produce arcadas: es el escándalo de amar tan poco y tan mal. Pero el oro que el Señor nos regala nos saciará el hambre y el vestido de lino blanco cubrirá nuestra desnudez. Porque estamos destinados al fervor y se nos mostrará la gracia de la Vida.

LO QUE DICE EL ESPÍRITU A LAS IGLESIAS

“Quien tenga oídos que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (3,22). Las iglesias son, en este contexto, los candelabros que iluminan el templo de Dios: de Él es la luz que brilla en las tinieblas, que no la pueden sofocar. Nosotros somos los convocados a una manifestación gloriosa, aunque ahora todavía oculta. Llegará entre nubes y todos mirarán al que atravesaron. ¿Hemos descubierto la luz de la vida en nosotros? ¿Cómo nos dejamos iluminar por su Palabra poderosa?

“Oí la voz como de trompeta que me había hablado…” (4,1). El Espíritu es el que nos arrebata con su fuerte voz, la que no podemos desoír sin frustrar su mensaje. Es el que rompe nuestra sordera secular, la peor de todas, la de los que quieren escuchar la Palabra que les salva. A nosotros esa voz sí que nos ha hablado al corazón y hemos recibido la fuerza de su aliento. ¿Habrá otras voces que nos ensordecen y no le permiten enseñorear nuestra escucha?

“Al punto se apoderó de mí el Espíritu” (4,2). El fruto más visible de la invasión del Espíritu es el entusiasmo, que es como una salida de sí, como un éxtasis dinámico. El Espíritu de Jesús es el que nos pone en la onda del Amado de Dios, del Corazón abierto, del que fluya la Vida verdadera. Somos transportados a un reino de luz, para que rehagamos el camino de seguimiento y descubramos la rehabilitación de nuestro ardiente deseo. ¿Somos, en verdad, los entusiastas del amor, los ardientes cuidadores de la Vida?

“Me mostró un río de agua viva, brillante como cristal” (22,1). Un río que no brotaba del umbral de la Casa, como en la visión de Ezequiel, sino del trono del Cordero. De su corazón traspasado, de donde brota el nuevo bautismo y la alianza nueva. El agua cristalina y refrescante es la luz que alumbra a todos. Porque ya no hay noche, y no hace falta alumbrarse con lámparas, ni siquiera con el sol, porque los ilumina el Señor. ¿Transparentamos esa luz en nuestro ser de carne, en nuestros ojos nuevos?

 Nada se opone ya a nuestra libertad o a nuestro deseo. En la comunión con la vida del Viviente es necesario romper con la vergüenza antigua de la culpa. La libertad es la liberación de un siervo albedrío que rompe, al fin, las cadenas. Una verdad nueva que se rehace desde la fecundidad del amor y la realidad de la entrega. ¿Somos capaces de vivir en la libertad de los hijos e hijas del amor oculto de Dios?

 El sediento es el que recibe de balde agua de Vida. Esta es la victoria cotidiana del amor: que nos sacie la sed del corazón, que nos gobierne el deseo con su divina mano. Su toque delicado es el único capaz de cambiarnos la mirada, de rescatar el anhelo más cierto del corazón. Su fuerza que nos cura, su amor que nos sacia… ¿Cómo te podremos pagar todo el bien que recibimos?

 Nos ha vencido el Amor victorioso. No podría ser de otro modo, porque nos sabemos obra de sus manos, y lo que nos estorba es no saber amar con una pericia mayor. Nos vence, porque imanta nuestra voluntad para que le entreguemos lo que nos arrebata libremente, para que le rindamos generosamente lo que antes sonaba a exigencia insoportable. Así es como nos vence, y nos regala sus caricias sanadoras el amor divino. ¿No experimentáis el deseo de sufrir sus cadenas, de vivir adheridos a Él para siempre?

“Donde crece el árbol de la vida que da fruto cada mes una cosecha…” (22,2) El amor es el que nos alcanza y nos fecunda: sus ricos frutos de gracia son la humildad y el servicio sin interés y sin fronteras. Se nos ha prometido una fecundidad jugosa, una capacidad renovada para el encuentro amoroso, para la invitación a gozar de la vida. ¿No nos da el amor del Dios que se esconde la fuerza, la dulzura, el buen sabor del discernimiento?

“Dichosos los que lavan sus vestidos, pues tendrán a su disposición el árbol de la Vida y entrarán por las puertas de la ciudad” (22,14). Cuando el amor nos toma, nos abre las puertas de su corazón y nos traslada a un reino extraño: nos hace descubrir un mundo nuevo. Libre acceso a la ciudad de Dios, los que tenemos abierto y feraz el árbol de la vida, los que blanqueamos nuestra ropa en su amor ofrecido. ¿Nos sabemos agraciados por tanto y tanto amor?

“Yo, Jesús, envié a mi ángel con este testimonio para las iglesias” (22,16) Al final de nuestro recorrido los sellos han sido ya abiertos, se ha pronunciado la Palabra que nos salva. Ahora sabemos que el Testigo Veraz es Fiel, él nos llevará de la mano hacia el reino de la felicidad y la vida. El Eterno es ahora un retoño que nos renueva a la humanidad y nos introduce en el reino universal: somos testigos que deben desenterrar el tesoro que hemos recibido.