Te enseñaré el fervor


EL “CUARTO HOMBRE”

27/05/2008 09:34

 

De la cultura del consumo a la cultura del don

 

El camello, el león y el niño

 

Hace más de cien años el filólogo y filósofo Friedrich Nietzsche anunciaba proféticamente la aparición del "hombre superior", es decir creía ver en el horizonte de la historia la emergencia de una calidad de humanidad distinta y nueva, más allá de las diferencias morales de lo bueno y lo malo. No un hombre o mujer mejor, sino distinto, capaz de saltar sobre sí mismo y llegar a ser otra realidad más digna, más perfecta, más humana. Anunciaba la noticia gozosa del paso de una forma de humanidad a otra distinta.

         A partir de aquella parábola de Zaratustra, del camello, el león y el niño, nos anunciaba la alegría de que era posible una metamorfosis del ser humano. El sabio explica, con bellas palabras, que en un primer momento todos vivimos como si fuéramos camellos, cargados con nuestro fardo de culpa, esa joroba que nosotros y los demás nos ponen a la espalda. Después un día, en un proceso de rebeldía, nos transformamos en león: cuando con audacia y fortaleza de corazón nos decidimos a ser reyes de nuestra vida, y superando nuestro antiguo pesar, tomamos en serio la riqueza que somos.

        Pero la metamorfosis no se acaba ahí: deberemos dejarnos despojar de la soberbia melena y guardarnos las recias garras, para descubrir el fondo de verdad de nuestro ser en el que se recoge una nueva criatura: el niño que sabe jugar y amar y abandonarse confiado en el regazo de la vida. Del camello al león cambiamos por rebeldía, nos construimos una identidad libre y mejor. Pero del león al niño sólo podemos transformarnos dejándole actuar al arcano que nos habita. Porque nadie puede darse a luz a sí mismo.

  

Un ideal de humanidad sin moral : el “tercer hombre”

 

En los años cincuenta del siglo pasado fue famosa la película de Orson Welles, que se titulaba “El tercer hombre”. Todavía algunos recordamos y silbamos su melodía y volvemos a ver, en blanco y negro, la famosa noria del Prater vienés siguiendo las huellas de su protagonista en aquella trepidante escena final. Lo curioso es que en realidad, la película nos recordaba que de entre las ruinas de la guerra estaba naciendo un nuevo tipo de humanidad. Después de las dos anteriores categorías de humanidad que ya habrían muerto: la del religioso y la del humanista, estábamos asistiendo en la cultura occidental al nacimiento de una tercera: la del moderno, la del ser humano sin moral, la del secularizado.

        Detrás de los albores de la antigua religión del mito, la primera categoría de humanidad (el “primer hombre”) la habría representado el “hombre clásico”, el ser humano natural, producto del clasicismo griego y la relectura renacentista. El "humanista" orientado al orden de la naturaleza, y que quiere recrearla en un ideal de equilibrio y de serenidad moral. El hombre "medida de todas las cosas", el del discurso de la primera filosofía y la idea de ciudadanía en el mundo antiguo.

        La segunda categoría de humanidad (el “segundo hombre”) a la que deberíamos hacer sus funerales sería el hombre creyente, el que nace con la implantación del cristianismo, producto de su inculturación helénica y latina. El ser humano que cree en un "orden divino" para el cosmos como generador de un orden político y moral predeterminado. El “hombre” de las catedrales y la Summa Theologica. El ser humano de la historia como construcción humana, pero que culmina en una realidad trascendente y definitiva.

         Por fin, el “tercer hombre” sería el que vuelve la espalda tanto al saber filosófico como al religioso. Sería el ser humano moderno, científico, el burgués de la ilustración, el secularizado, el “hombre” de la razón y la libertad. El que se hace sujeto de su propio destino y hace del progreso el camino de solución para los conflictos. El que considera lo nuevo como un valor, el de la filosofía de la historia y sus realizaciones políticas, el hombre de la tecnología que se ha creído el mito de la capacidad de transformar por sí mismo el mundo.

         Somos herederos de este ideal de humanidad: el de la crítica ilustrada, de la ficción moderna en la que el mundo se ha leído como las nupcias de la razón y la libertad. La primera modernidad supuso un giro copernicano en la manera de ver al mundo, en el que nada debía quedar al margen. La apuesta era imponer la racionalidad al mundo natural y la libertad al mundo moral. El pensar moderno era un pensar crítico, autónomo, instrumental, comprometido.

         De este modo el “tercer hombre” es una llamada a creer en el avance del conocimiento humano, a atreverse a conocerlo todo (sapere aude!) desde el mito global que ordena el cosmos: el paradigma del progreso en la historia. La razón científica se une a la razón política, y el imperio de esta nueva diosa unifica una visión ilustrada capaz, según se cree, de revolucionar la historia y cambiar el mundo hacia la justicia verdadera y universal.

 

El paso al “cuarto hombre”: la posmodernidad del consumo

 

En la perspectiva más o menos reciente de nuestra cultura está naciendo una nueva manera de concebir la humanidad: el "cuarto hombre", el posmoderno, sin filosofía, sin religión, sin historia. Somos herederos de un generalizado malestar, que tiene sus orígenes en la modernidad estética y expresa la sospecha de haber dado un desmesurado papel a la razón. De este modo se legitima el placer y la vida intrascendente, se ocultan las convicciones bajo una presunta debilidad del pensamiento, y se afirma sin ambages que estamos en el mejor de los mundos posibles.

         El paso del tercer al “cuarto hombre” es el paso de la tecnología de las necesidades a la tecnología de los deseos. Es el ser humano del consumo. En una modernidad, llamada tardía, más instintiva y menos racional, el “cuarto hombre” se adapta a lo que hay y reivindica los escenarios del consumo: la moda, el cuerpo, el dinero.       

        El gran continente que hay que descubrir es elpresente. La historia ya se descubrió, con sus miserias y sus grandezas. Ahora nos queda conquistar el fulgor de "la estrella del presente" (Octavio Paz). Los mesianismos se devalúan y el horizonte se recorta y se aproxima. El “cuarto hombre” no quiere seguir desplazando las gratificaciones de la vida, ahorrando felicidad para un futuro incierto. Reivindica la experiencia del cuerpo, que es el territorio de lo más presente, ya que se deteriora con el tiempo y siempre se siente feroz enemigo del futuro.

         Asumimos más fácilmente la complejidad humana, la densidad de los entramados vitales, y no queremos leer la realidad desde esquemas preconcebidos, porque nos resignamos a no tener diagnósticos para todo. Vivir es vivir en la fragmentariedad, es ir adquiriendo certezas locales, provisionales, que nos hacen un poco más dialogantes y humildes.

         Ante este escenario de lo provisional y lo fragmentario, el consumo se convierte en eje alrededor del cual se organizan las metas y se priorizan los ideales. Consumir productos del mercado es acción tan obvia en nuestras sociedades que nos resulta imposible imaginar cómo sería un mundo sin ella.

El así llamado “cuarto hombre”, el ser humano del consumo, es el del "saber expresivo", el de la industria cultural, el que consume lo que le marca la cultura del deseo que se canoniza por la omnipresente publicidad de los mass media. Pero es también, el que al consumir se va consumando en su ideal de humanidad, es decir aquel que vive su realización como consunción, como acabamiento: realización triste o feliz, pero que no encuentra otro sentido sino vivir lo cotidiano.          No sólo el consumidor de productos, sino el que los consuma, el que devora objetos sin objeto, o sea en realidad consume solamente signos: signos de prestigio, de poder, de riqueza material, signos de los que se reviste, con los que se muestra. Lo que cuenta es apropiarse de esos signos y de su imagen idealizada.

 

La sociedad del consumo: cultura del deseo

 

En nuestra sociedad del consumo y los medios masivos de comunicación, la publicidad no solamente informa y motiva con referencia a unos productos, sino que de hecho configura y ocupa un espacio social para los intereses de quienes publicitan, extendiendo a muchos otros ámbitos su esfera de presencia y de poder.

         Informa sobre un referente concreto, el producto, pero asocia alrededor del mismo otros valores, y así se dedica fundamentalmente a crear un estado de opinión, es decir un conjunto socialmente compartido de actitudes, cosmovisiones, estilos de vida, deseos con el que identificarnos. Ello hace que podamos hablar de una verdadera organización del espacio social que legitima las motivaciones, es decir de una verdadera cultura del deseo.

         A este fenómeno, la cultura del deseo, nos referimos como la  ocupación social de los significados operada por los mensajes publicitarios. Las pequeñas historias de los spots publicitarios, como narraciones que forman parte de un gran texto publicitario, ofrecen lecturas del mundo en el que el receptor hace coherente su inserción en la realidad y la forma de realizar sus deseos.

         El universo de la publicidad es un universo de comunicación. Las historias de los anuncios se articulan como un estilo de vivir y de dar cauce a los deseos. Esta ocupación da lugar a una alteración de la cultura del deseo, de las formas como se experimentan la insatisfacción y los proyectos existenciales dirigidos hacia lo que vale la pena alcanzar.

         Dicha cultura del deseo, aunque muy diversificada, organiza los deseos desde un modelo configurado según unas características muy concretas. En primer lugar la concreción y delimitación del deseo en el producto que se vende, como si realmente lo esperado y anhelado se nos ofreciera al fin como el objeto deseado. Pero también se produce una fetichización mágica del producto que promete solucionar realmente las necesidades, ya que desear es algo posible y realizable porque el mercado ofrece y facilita la consecución de lo deseado.

         Aunque quizá lo más importante de este cultura del consumo es que se nos plantea el reconocimiento social como horizonte del desear. En realidad lo que buscamos es algo más que tener los objetos: es sabernos reconocidos y aceptados por los otros. Sólo quien puede acceder a los mejores productos del mercado es aceptado como un consumidor experto, como una persona importante.

         El mensaje implícito que encierra dicha cultura del deseo es que no hay fronteras para conseguir la realización de los deseos, ya que el producto de consumo reviste unas capacidades ideales que lo hacen siempre mayor y capaz de satisfacernos plenamente. Además el producto así personificado e idealizado es la clave para lograr entrar en un mundo diferente, más allá de las limitaciones del presente y abierto a cualquier posibilidad inesperada.

         Son tres momentos de una compleja dialéctica: en primer lugar se vive una separación del ámbito de la necesidad y su tránsito a la sublimación del deseo, es decir: no se consumen objetos necesarios sino deseables. En segundo lugar se trafica con el conocimiento del signo a consumir, mediante la publicidad: oferta simbólica de un conjunto de signos para el consumo. En tercer lugar se apropia uno y se identifica con esa imagen ideal que nos traslada la cultura del consumo.

 

Ética frente a la religión del consumo

 

Comprender qué consume una sociedad y sobre todo cómo lo hace requiere descubrir cuáles son sus creencias básicas, cuáles son sus formas de vida que se desprenden de ellas, lo que va más allá de la cantidad de productos que se consumen. El consumo de objetos valiosos es, en realidad, consumo de signos. Y lo más interesante es la metamorfosis de lo sagrado que se opera en la llamada "religión del consumo".

         La religión del consumo es una religión del cuerpo y la contemporaneidad, que iguala a todos los hombres y mujeres y nos proporciona una satisfacción a los deseos, alejándolos de otras vías de salvación, a todas luces “falsas”. Así el consumo deja de ser una consunción de objetos para satisfacer necesidades y se convierte en un instrumento de salvación. La salvación por la gnosis, la gracia o el progreso ya no sirven, ahora se trata de realizar la salvación por el consumo. Estamos ante una nueva religión de la salvación, ante una nueva soteriología.

        Si esta es la forma religiosa de nuestro tiempo, el modo como se espera la salvación y se practica la "religión" en un sentido muy amplio, ¿qué nos queda? Cada sociedad, cada época, se articula en torno a una o diversas esferas de experiencia de lo sagrado. Nuestra humanidad depende de la calidad de nuestros dioses, de a quién entregamos nuestra confianza, a quién dirigimos el deseo de nuestro corazón, ante quién nos rendimos en completa adoración.

        Esto es muy importante, porque la idolatría no le hace ningún daño a la divinidad, sino que nos des-alienta a nosotros, a la humanidad: nos vacía, nos vampiriza. Y este es el peligro de las religiones laicas de salvación: que seducen nuestro corazón pero también nos lo dejan reseco, nos absorben lo mejor de nosotros mismos, en un desgaste insatisfecho y desesperado.

         Para hacer frente a semejante sacralización del consumo, Adela Cortina ha reivindicado una ética que intente responder a la pregunta "¿Qué se debería consumir, para qué se debería consumir y quién debería decidir lo que se consume?". Ella afirma que en sociedades que se precian de afirmar que toda persona es igual en valor, debería tenerse más en cuenta las dos grandes dimensiones de la moral, es decir, que el consumo debe ser justo y propiciar a las personas una vida buena.

         Narciso, personaje tan actual por otra parte, en muchas manifestaciones de la cultura postmoderna, está enclaustrado en sí mismo, no ha descubierto todavía la alteridad del mundo y de los demás como libertades. Tiene un yo inflado al que defenderá de toda crítica, a través de un proceso continuo de racionalización deformante y agresiva. Si el mundo fuera un círculo, él sería el centro, el sol, y todos los demás satélites en torno a su órbita.

         Como él seguimos empeñados en identificar la felicidad con el consumo indefinido de productos del mercado, cuando muchos de nosotros ya estamos de vuelta y optamos por la calidad de vida frente a la cantidad de los productos y su consumo del derroche. Estamos por una cultura de las relaciones humanas, del disfrute de la naturaleza, del sosiego y la paz, totalmente reñida con la aspiración a un consumo ilimitado.

         Desgraciadamente, el narcisista de nuestra cultura del consumo, igual que el personaje mítico del que deriva su nombre, está condenado a morir ahogado en su propio abrazo. Frente a él, en nuestro propio corazón, se levanta el impulso de vida de quien ha descubierto que el eje más constitutivo de la existencia humana, el que más y mejor despliega nuestro yo, está situado en la potencia de amar y no en la compulsión del continuo recibir. 

        

De la cultura del consumo a la cultura del don

 

Aún no se puede predecir cuál será el desarrollo de la cultura del así llamado “cuarto hombre” o cuando el ser humano del consumo se verá consumado, pero nos podemos preguntar si no dará lugar al nacimiento de un “quinto hombre”, el ser humano del don, la sobriedad, la sencillez... Es decir: al despliegue de la cultura de la gratuidad, de la cultura del don.

        La introducción de una cultura del don en nuestras relaciones de amor y de deseo pasa invariablemente por cambiar nuestra concepción de lo que es desear en el ámbito interpersonal. ¿Qué es desear la presencia de alguien?: se desea la presencia de alguien desde el momento en que se experimenta una vitalidad, una intensidad, una riqueza que actualizar al compartirla con el otro o la otra.

        Influidos por la cultura del consumo, tendemos a pensar que el deseo de la proximidad de la otra persona se provoca desde la necesidad de que el “otro” venga a llenar un vacío sentido en el interior, que se haga presente para traernos la felicidad y el gozo que ansiamos. Muy pocos piensan que en el mismo deseo de estar junto a la persona amada lo que actúa es un deseo de compartir el don: aquella intensidad y riqueza que el propio deseo provoca.

        En el ser humano el anhelo profundo del deseo no consiste en querer apoderarse del otro, sino más bien en despertar su deseo por él. Lo que importa provocar en la otra persona no es un deseo que brote de la necesidad, sino de la intuición que el otro tiene de su riqueza personal, de su don personal y deseable.

        De lo que se trata es de entrar en una nueva dimensión frente a los objetos de deseo. La cultura del consumo nos encierra en satisfacer las necesidades y del modo más recortado y empobrecido. La cultura del don nos abre a un verdadero “poltlach,” un intercambio gratuito de dones que fluye entre personas libres y que se alimenta de la riqueza compartida. La felicidad específicamente humana brota del descubrimiento de que el otro es atraído y se siente feliz en este intercambio de dones.

        Por eso, a los que creemos en Jesús nos queda reafirmar la confianza en la verdad de nuestro corazón. No hay ningún espacio fuera de nosotros adonde debamos buscar la felicidad, adonde debamos peregrinar para adorar. Nuestro Dios es un Dios que mora en lo escondido. Un Dios que nos llama a explorar otras dimensiones más íntimas y profundas de la felicidad.

        Aunque para ello tendremos que recuperar dos experiencias evangélicas fundamentales: el sentido del don y el milagro de vivir abiertos a los demás. Nuestro corazón no nos engaña cuando sentimos que somos los benditos de Dios. Que estamos arraigados en un amor primero: más allá de todo cuanto podamos pensar o desear. Somos los amados de Dios, el deseo de su corazón, su objeto de complacencia. Nos lo demuestra en Jesús, el Amado de su corazón, que se acerca a nosotros y se solidariza con nuestro vivir, amar, desear.

        Pero también otra experiencia fundamental: que nuestra felicidad es fruto de nuestra comunión con los demás. Que podemos ser más felices, cuanto ellos sean menos desgraciados. Que nuestra felicidad es una realidad que se fragiliza cuando nos centramos en nosotros mismos, y se fortalece cuando salimos de nuestra clausura, por la fuerza del amor,  y nos proyectamos hacia afuera, en una asimetría de afectos y corazón.

        En esta cultura nuestra también podemos recibir el don y dejarnos ser, como criaturas felices, en manos de Aquel que siempre ha soñado con nosotros como sus benditos, elegidos, amados con ternura. Esta es la verdadera meta de nuestra vida que nos debe ir conduciendo a veces por las sendas de la rebeldía, pero también por los caminos del despojo. Caminar en humildad, aprender la música callada de los sentidos y el compromiso oculto de los que nada tienen, pero esperan siempre la mano sanadora que les pueda despertar el corazón. Allí donde reside la verdadera Vida.

 

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