Te enseñaré el fervor


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Hacer espacio al Caudal de amor

 

En este momento de la vida de la iglesia la consigna debería ser hacer un mayor espacio al Caudal del amor en nuestras vidas. Porque evaluamos los sucesos según la manera como afecten a nuestras metas personales o apostólicas. Pero la fuerza del torrente es de Dios, de nosotros sólo sentir los efectos. Él mueve y renueva los corazones y los sentidos. Y, si le percibimos, nos hace otros. Y en cómo nos habita encontramos el renacer diario.

Si la fuente inagotable de nuestra vida y misión es el Padre, amor original y originante, y el caudal es el Hijo, amor manifestado, el agua es el Espíritu, corriente de amor siempre activo. Agua, fuente y caudal: el mismo amor de la triple ternura de Dios del que como creyentes procedemos, del que vivimos, con el que amamos.

De lo que se trata es de entrar más adentro en el Misterio. En nuestro vivir y orar con los hermanos y hermanas podemos entrar al interior del misterio ahondando en el agua clara: hacia el amor original, hacia las fuentes primordiales de donde todo brota. Amor gratuito que se dona, creador. También podemos dejarnos arrastrar por la corriente y fluir, con ella, en derroche que mana y, apostólicamente, fecunda al mundo.

Jesucristo es nuestro caudal y el caudal es abundante, porque la vida de su amor fluye y salta hasta regar tanto la sequedad del corazón como las tierras desecadas de su cultura. Su Corazón abierto es un signo de accesibilidad de lo que está patente y manifiesto, manante a borbotones como la sangre de una herida abierta.

El agua es deseo de vida, regeneradora y fértil. Es la victoria de lo que fluye oculto y purificador, vivificante. Es el amor que ama, el agua que mueve la noria con la que regamos el campo fértil de nuestra sociedad y cultura. Motor que es el agua misma, y nos empuja para saltar a los campos de la vida.

El amor activo del que vivimos es un agua que sacia, sin apagar la sed. La sed del corazón, que nos prepara para otra novedad, porque renueva la ternura de nuestra entraña, y moviliza recursos de acción hacia los demás inauditos, inesperados. Bautismo nuevo, sentido por la orientación del alma, que realimenta nuestros sueños. Y en esos sueños, somos imágenes del Dios vivo, semejanza suya, impronta diseñada sobre el rostro luminoso de su Amado, de Jesús el Cristo.

La cuestión se centra en dejarse anegar en el Amor. En Jesucristo el Amor se hace cuerpo, encarna una naturaleza que él mismo creó. Y crece en fortaleza y en sabiduría modelando un corazón virginal, pero abierto y ofrecido. Jesús, corazón de Dios: palabra primordial que encierra y ofrece toda la densidad de su persona: afectos, deseos, pensamientos, acciones, que serán, a un tiempo, de él y de su Padre, de él y de su Dios.

Su santa humanidad es caudal de agua viva de esa Fuente. Caudal de amor y de ternura que se derramará de sus labios, como una bendición. Caudal de paciencia y bondad, que atraerá hacia sí a todos los lisiados, para liberarnos de las ataduras del mal, para envolvernos en dignidad y en respeto nuevos. Caudal que entrega a manos llenas el secreto más íntimo de su persona, que deja reclinar la cabeza sobre su pecho al que le ama, que abraza al perdido, cuando vuelve a casa.

Templo nuevo es su cuerpo. La cortina rasgada de ese templo lo deja a la intemperie, sin defensas. Costado abierto de donde brota la vida en abundancia. Agua y sangre como una comunión de dones que vigoriza la asamblea de creyentes y la engendra para otra convocación, para una nueva humanidad de conjurados que quieren mostrar ante el mundo su victoria. La de la cruz, la de la exaltación del amor derramado.

El caudal de su generosidad es un himno glorioso que entonarán las criaturas nuevas. Caudal que desborda las expectativas del interior, que recrea el alma, y la empuja al servicio y la alabanza, porque lo que nos colma rebasa los límites de nuestra pobre humanidad doliente. Su armonía son modalidades del gozo más sereno y del más ardiente. Exultar de gozo es una vivencia que saca de la clausura interior, y nos hace vibrar con una alegría intensa.

Su Agua es la que nos sana. El viento sopla donde quiere, es libre y creativo, se introduce por todas partes y nos oxigena, es energía y hálito de vida. Su soplo destruye lo viejo, refresca lo árido, produce insólitas reacciones: amalgama, integra, refresca, sana. Es un crisol de novedad y de transformación.

El agua del Espíritu  se convierte en vino, vino de alegría, de fiesta multiplicada. Defensor de los pobres, padre de los humildes, abogado de los desamparados: son todas expresiones tomadas del lenguaje del pueblo de la Biblia. Y nos dicen mucho de otra sed, sed de justicia, que también deberá ser saciada. El agua es la Justicia, de lo que tenemos sed: la paz, la armonía, la fraternidad. Y el Espíritu es un agua que tiene todos esos sabores.

El progreso del amor no nos empuja a la manifestación, sino a la intensidad de la unión. Nos hace ir más de lo explícito a lo implícito, que al revés. Cuanto más avanzamos, menos decimos y más profundamente nos implicamos. No es en la expresión en donde más se muestra el Espíritu cuando nos toma, sino en los “gemidos sin palabras”, en el lenguaje que no se pronuncia, en lo inefable del corazón.

Por eso, al final del camino preguntaremos desconcertados: “¿Cuándo te vimos hambriento o sediento, desnudo o en prisión…?” (Mt 25,37). No, no lo vimos. No es necesario haberlo visto. Lo único urgente es haber amado.